Dios, mis libros y silencio, limpia casa y justo pan, inquietudes, añoranzas y no pido más. Esta era la sentencia de un hombre inolvidable al que tuvimos el gusto de conocer y amar, se llamaba Rafael Herrero Mingorance, un aficionado a los toros de altura y, por encima de todo un poeta singular. ¿A qué viene esta reflexión? Está clarísimo. Estamos en esa época de la vida en la que nos vence la nostalgia, la huella que han dejado los años en nuestra piel y, sin duda todo lo que ha quedado en nuestro corazón y, entre tantas cosas, añoramos el canal Toros de Movistar puesto que, en los últimos tiempos nos ofreció una serie titulada Memoria de los Ochenta que, sin lugar a dudas, no estremeció a todos.

Son esos documentos en los que, los protagonistas que intervinieron en dichas filmaciones nos estremecieron por completo. Eran, claro, aquellos toreros de los años ochenta que, pasados los años nos rememoraron sus vivencias. Pasado el tiempo, toreros como Paco Ruíz Miguel, Espartaco, Campuzano, Cepeda, Esplá, EL Niño de la Capea, Curro Vázquez y otros varios nos retrotrajeron a ese tiempo pasado en que, nosotros, como coetáneos de dichos matadores de toros nos sentíamos identificados con aquella pureza que, por otro lado estaba teñida de épica respecto a los matadores citados. La voz de todos los hombres aludidos no era otra cosa que la palabra de la experiencia por todo aquello que se ha vivido y, a su vez, ha dejado un enorme calado entre los aficionados.

Lo sentido ante dichas reflexiones, ¿se llama añoranza? Puede que sí, pero la misma quedó revestida de todos aquellos sueños que tuvimos en su momento en que, todos los citados maestros nos estremecieron por completo. Lo dije muchas veces, un torero puede haber toreado mil millones de tardes, caso de Jesulín, por citar al más carismático y que no dejara la más mínima huella como torero. Lo realizado en las manos y sentidos de Alfonso Santiago ha sido de una categoría sublime, lo dijimos en su momento y lo seguiremos afirmando mientras dichos recuerdos nos sigan albergando en nuestros corazones. Es cierto que, durante más de treinta años Movistar Toros ha retransmitido miles de festejos pero, cosas del destino, han tenido que ser unos reportajes maravillosos los que hayan clausurado la cadena para que, la misma sea siempre inolvidable.

Ha sido mágico, bellísimo, irrepetible, que unos diestros veteranos, alejados del mundanal ruido hayan desnudado sus almas frente al mundo. Todos conocíamos su obra, sus respectivas carreras que, llenas de triunfos, cornadas, sinsabores y algún que otro fracaso, es algo que nos lo sabíamos de memoria pero, amigo, lo de la desnudez del alma a la que aludo por parte de todos y cada uno de ellos ha sido lo que nos ha conmovido por completo puesto que, hemos visto el lado humano de estar personas algo que, de no haber sido por esta tarea hermosa de Alfonso Santiago no hubiéramos conocido jamás.

Ha sido hermoso que hayamos podido conocer los ancestros más bellos y dramáticos de todos los toreros a lo que Santiago tuvo la dicha de entrevistar concediéndoles el uso de la palabra para que se explayaran sin cortapisa alguno y, como digo, todos nos han dejado un sabor que perdurará para siempre entre nosotros, entre ellos, las confesiones de Pedro Gutiérrez, El Niño de la Capea que, si pretendía conmover a las gentes lo logró por completo. A cualquiera se la saltan las lágrimas al comprobar los ancestros más humildes del mundo de donde nació don Pedro Gutiérrez, en aquellos años, un chaval que, en su casa, entre otras muchas carencias, no tenía agua corriente. Luego, su capacidad, el amor que sentía hacia su señora madre y esa afición desmedida que tenía por jugarse la vida le situó en ese lugar de privilegio que ahora ostenta.

Insisto que, todos los reportajes que se han hecho y de los que hago mención, yo me quedaría con todos de forma irremediable pero, llegado el caso de que, a vida o muerte me tuviera que quedar con un solo personaje, elegiría a Juan Antonio Ruiz Espartaco, un prodigio de ser humano al que cada cual juzgará como quiera pero, lo que este hombre desprendía frente a las cámaras no era otra cosa que una humildad sin precedentes y, por encima de todo ese amor que sigue profesando a su padre. Por supuesto que todo bien nacido adora a sus padres pero, en este caso, ese amor trasciende mucho más allá de lo que nadie pudiera imaginar porque, Antonio Ruíz, Espartaco Padre, además de ser el autor de sus días del gran Espartaco al que aludimos, para el diestro, su padre era el más puro referente si de cuestiones taurinas mentamos. Ver emocionado a un hombre como Espartaco hablando de la grandeza de su progenitor, insisto, es un detalle que le honra por completo, amén de toda la humildad que Espartaco destiló en todas y cada una de sus palabras.

Como diría Mingorance, una vez desaparecido dicho canal nos quedamos con las añoranzas a  las que hacíamos referencia, a las inquietudes que tenemos a la espera de que llegue otra cadena y pueda superar a la que cerró y, sin duda, aferrados siempre a los libros porque si de toros hablamos los tenemos por cientos, todos ellos con una literatura maravillosa pero, para culminación de todos nuestros sueños, ahí tenemos en nuestra biblioteca, como todo aficionado que se precie, el libro de los libros si de toros hablamos, nada más y nada menos que Juan Belmonte, matador de toros, la obra maestra de ese genio incomprendido llamado Manuel Chaves Nogales.

En la primera imagen vemos a Rafael Herrero Mingorance cuando trabajaba en la cadena Ser, junto a Molés y otros compañeros.