Ha llegado a mis manos, fortuna mía, un libro admirable editado hace pocos años en que, un hombre genial, Eneko Andueza, tuvo la feliz idea de narrar la vida de este vasco irrepetible que, de la nada supo llegar a lo más alto. Su nombre, como ganadero, nunca alcanzó la fama de don Eduardo Miura, por citar a todo un emblema de la ganadería pero, cuidado que, mientras que Miura, la saga de ellos, viene de cuna, José Cruz nació en un “pesebre” es decir, en el seno de una familia humilde que, para su grandeza, como él demostró, se llega hasta donde uno quiere, lo demás son todo excusas de tantos gandules que lo dejan todo en manos de la suerte cuando, como es notorio, a la suerte hay que buscarla con ahínco y, sin duda, mediante un trabajo tenaz. Recordemos a Picasso cuando hablaba de la suerte y lo entenderemos todo.

La pluma de Eneko nos lleva de su mano para conocer a José Cruz que, sin el relumbrón de otras gentes, este vasco ha pasado a la historia por muchas razones, entre ellas por haber luchado como una fiera en su juventud por alcanzar la meta que quería, ser torero, algo que tras varios años batallando por esos mundos de Dios, habiendo recibido varias cornadas, las mismas iban dilatando el sueño por el que tanto luchó el gran José Cruz Joselillo. Si se trataba de intentarlo, José Cruz bregó durante más de seis años en esa dura y sorda batalla que supone ser torero. Cuando comprendió que era imposible materializar su sueño, en silencio y sin molestar a nadie se marchó a su casa.

José Cruz Iribarren era un hombre menudo, pero su corazón no le cabía en el pecho. Dejó de ser torero, pero nunca dejó de amar la fiesta de los toros y, como había que sobrevivir, en el acto se decantó por el trabajo, el valor que dignifica a todos los hombres que son capaces de afrontar la vida en el ámbito que fuere. Eran aquellos años duros de los cincuenta de pasado siglo en que, como era notorio, quedaban muchas cosas por hacer. España, en aquellos momentos en que tantos imbéciles se sentían maltratados porque según decían no había libertad, la realidad demostraba lo contrario puesto que, eran tantas las cosas que se necesitaban en todos los órdenes que, la cuestión era llevarlas a cabo. Por dicha razón, José Cruz, entre otros muchos quehaceres, puso una gasolinera en su pueblo, labor que luego expandió por diferentes puntos de la geografía vizcaína. Otro reto en su haber que, gracias a sus constancia, dedicación y trabajo le salió bien. Y era lógico que así sucediera porque, en aquellos años de “privación de libertad” como muchos insensatos decían, lo “normal” era quedarse parados, acudir a manifestaciones, apuntarse a Eta y gritar contra Franco.

José Cruz vivía muy alejado de aquello retórica propia de los gandules de la época y, como se demostró, su vida se circunscribió al trabajo, razón de todos sus éxitos. La prueba de ello, entre otras muchas, es que en los años sesenta y setenta convino con la propiedad de la plaza de toros de Bilbao, su feudo, su casa, su morada que, mientras Chopera daba la Semana Grande de Bilbao, el resto del año la plaza era alquilada por él para montar novilladas de toda índole cuál era su pasión.

Dos décadas llenas de ilusión, de trabajo al más alto nivel, soportando vejaciones de todo tipo, frustraciones, hasta de punto de soportar cómo la climatología le dejaba sin alientos al ver que se suspendían algunos de los festejos montados con toda la ilusión del mundo. Nada importaba y, gracias a su tenacidad, montó innumerables festejos en que, entre otros, desde Bilbao y de su mano, de allí salieron lanzados El Niño de la Capea, Julio Robles, Manzanares, José Luís Galloso, Emilio García El Lince, Pedrin Castañeda y una larga lista para enumerar. José Cruz hizo de todo, desde novilladas económicas, pasando por las novilladas con los diestros más punteros, descubriendo a los antes citados, hasta organizar varias corridas de toros, todo ello fuera de la Semana Grande, es decir, en cualquier fecha del año. ¿Estaría loco aquel hombre? Yo no diría tanto, pero sí me atrevo a afirmar que estaba borracho de pasión hacia la fiesta que tanto amó.

De dicho libro me ha cautivado todo pero, por encima de los éxitos de José Cruz, me quedo son su bondad, valor que hizo gala hasta el día de su muerte. Como quiera que la inteligencia, la bondad y el trabajo dan derecho a todo, José Cruz, un día de la vida se marchó a Salamanca y compró una finca de cuatrocientas hectáreas a la que se conocía como Cabezal Viejo, un lugar que muy poco tiempo después ya tenía formada su ganadería procedencia Santa Coloma que más tarde refrescaría con ejemplares de Daniel Ruíz. Y lo curioso es que cuando llegó a su casa le dijo a su mujer que había comprado una finca pero, lo dijo con la naturalidad de aquel que compra un botijo para el verano. Parece que fue ayer pero ya han pasado cinco lustros desde que José Cruz adquirió la finca y la ganadería, algo que regenta su hijo Rafael con la misma dignidad y eficacia que lo hizo su señor padre.

Al bueno de Cruz Iribarren todavía le sobró tiempo para gozar de sus éxitos como ganadero, razón de su trabajo encomiable. Según su sentir, Cruz, habrá sido para los demás lo que ellos habrán querido que fuere, pero en su interior, él sabía que había triunfado por todo lo alto pero, era tanta su humildad que jamás hizo gala de sus triunfos. Como decía anteriormente, muchos de sus coetáneos, en aquellos años se apuntaban al separatismo, los más criminales a ETA y todos a luchar contra Franco. Eso sí, Cruz, haciendo oídos sordos a tantos cantos de sirena se dedicó a trabajar, a forjar su futuro, a formar una familia admirable que hoy en día siguen siendo un referente en Bilbao. Y, fijémonos en la paradoja, todavía, con sus éxitos a flor de piel, siguen quedando idiotas que le decían que era un tipo de suerte. Igual, para tantos bellacos, recibir varias cornadas, arruinarse montando festejos para lanzar a chavales ilusionados, empeñar hasta su casa para lograr sus objetivos, algunos a todo eso le llaman suerte. ¡Qué sabe nadie, como diría Raphael en su canción!

Sin duda, este libro sobre José Cruz Joselillo es para engrandecer cualquier biblioteca que se precie, por muchas razones. Primero por la sensibilidad de Eneko Andueza por adivinar la clase de personaje para el que narraba, la recopilación de miles de datos de José Cruz Iribarren que, cualquiera, tras su lectura, queda cautivado y, por último, tras la lectura uno queda convencido de que ha conocido un gran ser humano que vivió por y para los demás.

Entre otras muchas personalidades, el día que Eneko Andueza hizo la presentación del libro, acto que corrió a cargo, como maestro de ceremonias en la persona de Pedro Mari Azofra –otro norteño admirable- y, como digo, se puso mucho énfasis en invitar a El Niño de la Capea a dicho acto puesto que, como es sabido por todos, Pedro Gutiérrez Moya salió lanzado de Bilbao para el mundo de la mano de José Cruz pero, la sorpresa de todos los asistentes en aquella irrepetible noche bilbaína, no fue otra que don Pedro Gutiérrez  mandó un mensaje diciendo que se le había muerto el gato y, debido a esa tristeza, le era imposible acudir al homenaje que se le tributaba al hombre que le lanzó a la fama. Vivir para ver.

Felicidades, Eneko Andueza, tu calidad como aficionado y narrador está por encima del bien y del mal. Sin duda que, José Cruz, desde el más allá estará rezando para que consigas los mismos triunfos que él logró.