Más de nueve mil kilómetros separan mi Madrid de la ciudad de México y para allá que me fui hace más de veinte años a la aventura. Aventura alocada sin nada concretado, un país que no conocía nada más que por referencias, una cultura parecida a la nuestra en algunas cosas y muy diferente en otras eso hace que ese país también me resultase maravilloso cuando lo conocí.

En México la mayoría de sus gentes quieren mucho a los españoles y son muy hospitalarios y cercanos con nosotros, también hay cabrones como en todas partes, pero en general es pueblo donde prima la humildad y la nobleza.

En mi viaje a México solo llevaba la dirección del piso donde en principio iba a vivir porque luego el destino me llevó a vivir a otro sitio, en mi equipaje una maleta con ropa, unos capotes, unas muletas, dos espadas, un descabello y el vestido de torear.

En mi corazón llevaba ilusión, sueños, incertidumbre, recuerdos que dejaba en España y miedo a lo desconocido, pero ante todo llevaba ganas de abrir alguna puerta de esperanza porque en España sentía cerradas hasta las ventanas.

Aunque ya escribí en mi libro allá por el año 2005 sobre mi estancia en México, hoy quiero volver a recordar mis vivencias en aquel país y escribir algún recuerdo que se me quedó olvidado en el tintero, posiblemente se me pasen algunos más.

Ya escribí en su día que el viaje a aquel país lo hice preocupado por varios motivos, entre ellos porque había oído hablar en España de que aquel lugar era un sitio maravilloso pero que era una ciudad donde existía mucha inseguridad en las calles debido a los robos y la delincuencia.

Cuando iba llegando aquella noche al aeropuerto de la ciudad de México y veía desde mi ventana del avión,  casas y más casas y luces que parecían no tener fin me decía para mí, «Dios mío donde me he metido yo», me sentía algo insignificante como si fuera una hormiga en la selva.

Al llegar a México tomé un taxi y me fui a la dirección de la casa donde iba a vivir, ese contacto me lo proporcionó desde España un amigo que tenía alguna amistad allí, en esa casa vivía un matador de toros retirado colombiano, pero afincado en México desde hacía muchos años.

Esa persona fue la que me llevó mi primer día de estancia en aquella ciudad al lugar donde entrenaban allí los toreros.

Ese sitio donde entrenaban e imagino que seguirán entrenando los toreros se llama los Viveros, aquel lugar me recordaba un poco a la casa de campo de Madrid, aunque en pequeño ya que su extensión de terreno es bastante menor.

Los Viveros para mí era un lugar con mucha magia es un parque natural con muchos árboles, allí van deportistas, toreros y personas que viven en aquella ciudad para caminar y practicar deporte, rodeando al parque citado había unos kioscos donde vendían unos vasos grandes de plástico donde les añadían trozos de fruta variada que, el dependiente rellenaba con la fruta que los clientes elegían, recuerdo que todos los días a mitad de entrenamiento iba a comprar un vaso de fruta para reponer fuerzas también lo hacían otros compañeros, además aquel manjar era muy barato, yo creo que en aquellos tiempos al cambio no llegaba ni a 50 céntimos de euro.

En aquellos árboles altos y frondosos había muchas ardillas por cierto muy familiarizadas con los humanos si les dabas cacahuetes venían y te los cogían de tu mano, las gustaban mucho.

En el parque de «los Viveros», se entrenaba muy bien corríamos al rededor del parque y luego en medio de una gran explanada se hacía ejercicio y toreábamos de salón.

Allí en los Viveros conocí a muchos compañeros con los que hice amistad y también conocí a Fernando Trespalacios un chaval mexicano que quería ser torero y que, por su forma de ser, su nobleza y bondad rápidamente conectamos y nos hicimos buenos amigos.

Un día Fernando me dijo que sus padres querían invitarme a tomar café en su casa y conocerme, acepté la invitación y mi vida empezó a cambiar en México.

Esa familia la recordaré mientras viva, me abrieron las puertas de su casa como si fuera la mía, me ofrecieron irme a vivir a un departamento como se dice en México que estaba situado justo en el piso de encima de donde vivían ellos, sin cobrarme un euro que digo un euro, un peso que estábamos en México, el apartamento como decimos aquí estaba muy bien amueblado, unos muebles preciosos, con una cocina coqueta, un salón con mueble y una estantería con libros, a la entrada del pasillo una Virgen en escayola con más de un metro de altura, es la imagen de la Virgen Milagrosa que por cierto en mi casa también tenemos esa Virgen de la que somos muy creyentes, pero en un tamaño bastante menor de la que tienen mis amigos de México, siguiendo con ese precioso apartamento decir que también disponía de dos habitaciones y un cuarto de baño.

Así que cuando llevaba un mes viviendo en la ciudad de México en aquella primera casa donde compartía gastos a medias con aquel compañero, me fui a vivir al departamento que me había ofrecido la familia Trespalacios, esa familia jamás me cobró un peso y me ofrecieron la amistad y el cariño que muy pocas personas serían capaces de dar a un desconocido que apenas conocían desde hacía un mes .

En ese apartamento viví a cuerpo de rey, no me faltaba nada, allí viví seis meses de los cinco que estuve en México, nunca olvidaré a los que considero mis primos, la familia Trespalacios, Maria Luisa la madre de Fernando se portó conmigo casi como una madre y su padre Fernando como un padre, por cierto Fernando (padre) fue la persona que me abrió los ojos a la lectura y puso en mis manos uno de los primeros libros que leí, en México compré mi primer libro pagado por mi «Diez poemas y un secreto para ser feliz del autor Antonio Mateo Allende.

Allí en México hice una lucha titánica, entrenaba mañana y tarde, llamaba a ganaderos, visitaba a empresarios.

Mi primer contrato vino a través del torero mexicano Miguel Biafra con el que yo había toreado en España en su cuadrilla en mi anterior etapa como banderillero más de una década antes, estando un domingo viendo toros de espectador en la plaza México me dijo un aficionado que me estaba buscando Biafra, al final nos vimos y me dijo que un amigo suyo Luis Ricardo Medina apodado «Pasión gitana», también matador de toros que iba a organizar una corrida de toros en Metepec y que quería contar conmigo, después de algo más de cinco meses en aquél país llegó mi primer festejo.

Aquel día sin cortar orejas ya que los animales tampoco dieron excesivo juego, hice buen papel, di una vuelta al ruedo.

De aquel festejo saldría otro también organizado por el citado Medina, está vez sería en su rancho situado en San Jerónimo de Acazulco, a pocos kilómetros de la ciudad de México, allí organizó una corrida de toros muy simpática donde los espectadores eran los vecinos del pueblo.

Esos festejos fueron en el mes de marzo.

Para mayo con distinto empresario toreé otra corrida en Pomuch en otro estado de México, allí nos fuimos en avión algunos de los toreros que íbamos a participar en aquella feria, el organizador nos recogió en el aeropuerto y nos llevó hasta el lugar donde dormiríamos y nos vestiríamos de torero los días de festejo taurino.

El día antes de la corrida hubo un tentadero público con todos los participantes de las dos corridas de los días posteriores.

Aquella plaza era muy bonita con un encanto especial, la construían sus vecinos con palos y palmeras.

Aquellos tres días que estuve en Pomuch tuvieron su parte romántica pero también su parte dura.

Romántica por el cariño y admiración que nos mostraban sus gentes, las niñas chiquititas nos seguían por la calle como si fuéramos héroes, antes de llegar a la entrada de la plaza había una ermita donde la gente antes de entrar a los toros escuchaba misa y donde los toreros pasábamos en plena ceremonia para pedir protección a los santos rezando una oración.

El pueblo no era excesivamente grande, sus gentes se desplazaban en bicicleta, las panaderías tenían hornos de leña rústicos aquellos de la España de los años cincuenta, en aquel pueblo me pareció sentir que se había detenido el tiempo en épocas pasadas.

Decía que también aparte de romántico aquello fue duro pues los toros que se lidiaron fueron fuertes, los medios médicos algo precarios, recuerdo que solo hubo un picador para los dos días y el primer día un toro derribó el caballo del picador y este sufrió un percance con rotura de algún hueso en el brazo, allí lo asistieron en una especie de ambulatorio tercermundista, ese hombre roto de dolor esperando su turno para ser atendido, al día siguiente la corrida se celebró sin picar.

En aquel lugar donde nos cambiamos dormíamos en hamacas de tela colgadas por una especie de ganchos a la pared, nuestras necesidades las hacíamos en el campo, nos bañábamos con cubos de agua fría en el patio, menos mal que era mayo y hacia calor. Aquello duró cuatro días y como escribí líneas atrás aquello tuvo su parte romántica y también su parte dura, hoy pasados más de veinte años lo recuerdo aquello con nostalgia y cariño y juro que lo volvería a hacer.

De esta experiencia que acabo de contar puede dar fe el matador de toros Enrique Chapurra que también toreó en aquella feria de Pomuch y vivió lo que yo viví allí.

De México no me puedo olvidar del padre del matador Carlos Rondero que en paz descanse que siempre me trató con aprecio.

Tampoco me puedo olvidar del periodista Juan Antonio Hernández que me realizó algún reportaje y un día me llevó a torear unas vacas al rancho de su suegro.

No me puedo olvidar de otro periodista como es Juan Antonio de Labra que siempre me atendió y me arreglo varios tentaderos en aquellas tierras.

Siempre recordaré con estima a Julio Téllez y Pepe Mata por el reportaje tan bonito y entrañable que me hicieron para su famoso programa de televisión «toros y toreros» que estuvo un montón de años en antena y que tristemente dejó de emitirse hace algunos años.

Nunca me olvidaré de Artemio, un hombre muy aficionado a los toros,  Artemio no tenía piernas pero tenía un gran corazón, iba a los toros todos los domingos en su silla de ruedas, después al llegar a la plaza se movía en un carrito de madera con unos ruedines de hierro en la parte inferior, Artemio, bajaba a la zona de  corrales a veces para estar cerca de los aficionados y cuadrillas mientras hacían las labores de sorteo, yo algunos domingos también iba a presenciar el sorteo para intentar relacionarme con aficionados, toreros y taurinos que estaban por allí, a veces ayudaba al bueno de Artemio a subir con su carrito esa cuesta tan empinada que hay desde los chiqueros hasta la puerta principal de acceso a la plaza, este buen Mexicano me tomó mucho afecto hasta el punto que no me llamaba por mi nombre, me decía «carnal», muchos domingos me invitaba a comer y yo siempre le negaba la invitación porque intuía que Artemio no tenía una economía muy boyante y no le quería sacrificar, un día se enfadó conmigo porque me propuso una vez más invitarme y al decirle que no se me enfadó y me dijo ¿Es que te avergüenzas de mi, no quieres que te vean con un lisiado? Mis ojos se humedecieron y acepté de mil amores su invitación aún a sabiendas que eso suponía un esfuerzo para él.

Otro día próximo para venirme a España me regaló una carterita artesana hecha por èl que siempre conservaré con mucho cariño, hace unos años supe que Artemio había fallecido y me dio mucha pena, espero algún día verme con él en la eternidad.

Un personaje Mexicano que tampoco olvidaré es a Rafael Rivera «El ahijado de la muerte» como así decía que era su nombre artístico, Rafita como yo le decía cariñosamente era un romántico y bohemio de los que apenas ya quedan por el mundo, bajaba a entrenar a los viveros por las tardes, se ponía una máscara de plástico cubriendo su cara mientras toreaba de salón, casi todos le ignoraban, le tenían un poco por chufla como decimos en España, yo le daba conversación y me parecía un tipo entrañable, al comienzo de su entrenamiento siempre encendía una vela, un día le  pregunté el por qué encendía esa vela y me dijo que en memoria y recuerdo del maestro Manolete, al poco tiempo de hacer amistad conmigo vi que encendía dos y al preguntarle por esa otra vela, me dijo que en honor a mi para que tuviera suerte.

Algún tiempo después por las mañanas, seguí entrenando en los viveros y por las tardes empecé a ir a torear de salón a la plaza México, al enterarse Rafael también empezó a ir por las tardes a la plaza, me hacía gracia porque siempre saltaba desde la barrera del tendido al ruedo y es que me decía que aunque ya se había lanzado alguna vez al ruedo de espontáneo pensaba volver hacerlo algún día.

Pasados varios años estando ya en España leí que se había tirado de espontáneo Rafael y que había resultado herido de alguna consideración y que además lo había hecho bajo los efectos del alcohol, me dio rabia y ojalá que le haya ido bien en la vida porque es otra de las personas que me gustó tratar y conocer.

Y…esa aventura mexicana me mereció la pena vivirla y nunca la olvidaré a pesar de que me acordaba de España, de mi mujer y mis hijas que por entonces eran muy pequeñas .

México, siempre estará en mi corazón, nunca olvidaré el casi medio año que estuve allí.

«Viva México y sus buenas gentes».

Julián Maestro, torero