El torero vallisoletano Roberto Domínguez transformó una suerte menor, como es el descabello, en todo un ritual casi místico, elevando el acto de finiquitar al toro a un momento excelso para deleite de  muchos espectadores. Domínguez emplazaba al toro en los medios, sólo y desprovisto de los auxilios de sus banderilleros, cuadraba al cornúpeta, y en postura genuflexa alzaba su brazo derecho, para de un certero golpe en el testuz ponía fin a su faena. Es posible, que esta particular suerte del descabello le haga pasar a la historia de la tauromaquia; pero aquellos aficionados que le vieron saben de sus poderes lidiadores, tanto con el capote como la muleta.

Ahora bien, en este torero se dieron dos épocas bastante diferenciadas: la primera, siendo un novillero de escasos festejos cuando tomó la alternativa en Palma de Mallorca, allá por el año 1972, de manos de José Mari Manzanares. No se prodigó en exceso en los ruedos, y sería Madrid, en la etapa de Chopera, cuando Roberto aparecía acartelado en la mayoría de veces junto a Julio Robles. El público venteño siempre apostó por él, proclamando aquello de: «apunta pero no dispara». En la misma tesitura anduvieron Pepín Jiménez y Antonio Sánchez-Puerto, dos torerazos de la época, que contaron con todo el aliento de los aficionados madrileños.

¿Qué sería, si en estos momentos tuviéramos a estos cuatro?…

Roberto solía dejar pinceladas de su arte, siempre toreando a media altura y cargando la suerte, sobre todo con el capote. Se le llamaba «fino torero de Valladolid», por la finura de los muletazos, aunque sus faenas no solían ser redondas, eran como bocetos de toreo; detalles sueltos, plenos de torería, -como si se tratara de un torero nacido junto al Guadalquivir.

Las temporadas se sucedían, y el torero castellano parecía no romper. El crítico Navalón escribía con cierta simpatía: «Roberto y Julio Robles, a pesar de sus temporadas breves, escasas de festejos, viven opíparamente  como dos príncipes en la finca de Cubillas de Santa Marta. Allí pasan los inviernos, entre suaves entrenamientos y buenas fiestas con sus amigas». Se nota, que al crítico onubense le caían bien ambos diestros.

La segunda etapa de nuestro protagonista se inicia en 1986, con un éxodo en Londres. Domínguez se fue hasta allí, con el fin de reflexionar acerca de su barroca vida, donde ser torero se compaginaba con tantas otras inquietudes que atesoraba el diestro castellano. Posiblemente escogió aquellas tierras, pensando que ese país no tenía nada de taurino, cuando paseando por un parque, le sorprendió una vaca y sin más contemplaciones sacó su chaqueta y le enjaretó unos lances.

Al siguiente año retorna a su tierra y actúa en la corrida en honor de San Pedro Regalado, patrón de los toreros. Con las cámaras de televisión de por medio, y estrenando apoderado, Manolo Lozano, el torero local consiguió un triunfo de clamor. A partir de aquello, todo le vino rodado a Domínguez. El año «sabático» le había proporcionado un mayor ahínco y además, su tauromaquia se había fortalecido; ahora sus faenas tenían un armazón, una estructura global, atrás quedaba la etapa de un torero exquisito, aparentemente frágil, para dar paso a un sutil gladiador vestido de torero. Algún crítico de la época le comparó con Domingo Ortega.

Uno de los rasgos distintivos de Roberto Domínguez, al igual que otros compañeros de su época, era la de ser primera figura en el escalafón, alternando hierros comerciales junto a otros, de los llamados duros. Circunstancia que no veremos en los actuales. Por ello, en Sevilla se le veía en los famosos «lunes de resaca», junto a los pupilos de la saga Guardiola, o los ponderados Miuras. En 1989 corona sus afrentas de torero con guante de hierro, en la corrida de la Prensa frente a seis Victorinos; entonces el hierro de la A coronada estaba en su gran apogeo. Domínguez liquidó los seis sin apenas despeinarse, cortando dos orejas a su segundo. Plazas como Pamplona o Bilbao fueron escenarios donde lució con los encastes más exigentes; recordemos el pavoroso ejemplar del Conde de la Corte con casi un metro y medio de pitón a pitón, que Roberto lidió en Pamplona. Es curioso que, Manolo Chopera, que había alentado al torero vallisoletano en sus primeros años dejó de contratarle en sus últimas temporadas, aduciendo su elevada cotización.

A finales de los noventa, y como de puntillas, se retira. Siendo un hombre culto, de verbo fácil y encomiable experiencia, es contratado por su paisano Fernando Fernández-Román para comentar los festejos taurinos en la recién estrenada Vía Digital. Y de esta plataforma televisiva sería rescatado por Julián López El «Juli». Roberto, que no tenía experiencia como apoderado, y Julián que andaba en el «ser o no ser» hamletiano, unieron sus vidas para muchos años. Al jovencito Julián le habían echado a los leones, perdón, a luchar contra un Enrique Ponce en sus años más pletóricos. De aquellas batallas y de unos apoderamientos que no le dejaban eco en el paladar, el joven torero madrileño optó por arriesgar con un ex-torero como Domínguez, y viendo los resultados posteriores la cosa resultó positiva.

Los planteamientos del nuevo apoderado consolidaron a un «Juli», que andaba ligeramente desnortado; las banderillas quedaron aparcadas, y su toreo  de ínfulas populistas se fue transformando, llegando a tener un «concepto intelectual» del toreo; -que dijeron algunos periodistas. El caso es, que Julián fue trepando a lo más alto y con ello su cotización también se disparó. Se puede afirmar, que junto a Roberto, el torero de Velilla de San Antonio se consagró. Y la última reflexión, meramente  prosaica  sería: ¿ganó Roberto Domínguez, más dinero como apoderado que siendo matador de toros?…

Giovanni Tortosa.