Ingrid no le dio tiempo al Mago a que esbozara palabra alguna. Al verlo llegar junto a ella se le abalanzó y se fundió con él en un fuerte abrazo. Rodolfo sabía de la identidad de la mujer; no la conocía, pero ya le habían informado de que había sido torera y que pretendía mostrarle su admiración y cariño. Si ‘El Mago’, como él confesara miles de veces, de joven había corrido la legua como nadie por intentar ser torero, las confesiones que más tarde le haría Ingrid le dejarían con la sangre congelada.

Ingrid fue de las pocas mujeres que en aquellos años había intentado la aventura de ser torero. Más que aventura, una auténtica locura que, pese a ella, le había dado sentido a su vida. Posiblemente, la gran frustración de Ingrid, de las muchas que sufrió, no era otra que no haber podido tomar la alternativa en su plaza bogotana. Ese amargo sabor le quedó para siempre dentro de su cuerpo. Tras el abrazo Ingrid le dijo:

–Qué gusto saludarte, Rodolfo.

–El honor es mío –respondió el diestro.

–Consagré mi juventud a la bella causa por la que me entregué y, tras muchas frustraciones y años de lucha, fracasé por completo, Rodolfo. Eran tiempos difíciles. Ahora todo es distinto. En tu país, amigo, en este momento hasta hay varias muchachas que han tomado la alternativa y están siendo respetadas, pero en aquellos años setenta, en que tanto tú como yo empezamos nuestras aventura, aquí en Colombia, querer ser torera era poco más que ser puta.

–Pudo más mi ilusión que todas las trabas que me pusieron; hasta los treinta y cinco años estuve en el campo de batalla. No pude torear mucho, pero llegué a sumar la bonita cifra de cien novilladas. Hasta llegué a torear en Venezuela y Perú. Años muy difíciles, con carencias de todo tipo. Claro que mi juventud me permitía aceptar todos los retos que se presentaban en mi camino, superar todas las adversidades e, incluso, hasta soportar el dolor de las cuatro cornadas que recibí.

–Tras todo lo vivido, Rodolfo, aunque te parezca cursi, al conocerte he cumplido lo que era mi último sueño en los toros.

–Estás guapo; parece que no han pasado los años para ti. A mí sí me han castigado mucho. Apenas queda nada de aquella muchacha a la que tantos hombres admiraban y que, por mi lucha por ser torero, dejé en el camino.

–Me estás emocionando, Ingrid. En tantos años como llevo en la profesión no había conocido, en persona, a ninguna muchacha torera. Las conozco ahora, como antes has comentado tú, pero en nuestros años jóvenes solo había oído hablar de Morenita de Quindío, otra muchachita colombiana que, como tú, lo intentó y no sé si llegó a doctorarse como matadora de toros; creo que no. ¿Qué ha sido de tu vida en todos estos años tras abandonar la ilusión por ser torera?

–Un calvario, un valle de lágrimas. He tenido un vida muy dura, tremendamente complicada, puesto que el estigma por alcanzar lo que no pude me marcó de por vida. Estuve casi veinte años ligada al mundo de los toros y solo me llevé del mismo la crueldad que en él anida. Yo creía que el milagro podría ser posible pero, me lo pusieron muy difícil. Cuando entendí que mi aventura era un hecho imposible me marché; pero creo que lo hice a destiempo. Llegué tarde para todo. Había quemado mi juventud en lo que yo quería que fuera mi profesión y, como te digo, solo coseché el fracaso.

–El machismo que reinaba en aquellos años me desmotivó. Una mujer, y mucho más en los toros, era un puro objeto de deseo, Rodolfo. Yo fui víctima de aquel horror. Tuve que acostarme con muchos de los que se decían empresarios taurinos porque ellos me prometían festejos y, pasado el tiempo, pude comprender que la gran fiesta era la que ellos se daban en la cama conmigo. Me sentía una vulgar puta entre todos ellos pero, en mi corazón, en aquellos años, todavía albergaba la esperanza de lograr mi objetivo. Curiosamente, Rodolfo, de todas las novilladas que pude torear, los que me contrataron eran gente noble y sencilla. No pude llegar a más porque los que tenían el poder en las grandes plazas no me permitieron alcanzar la gloria con la que yo soñaba. Y fueron éstos los que me engañaron y me vejaron hasta el punto de perder mi dignidad como mujer y como ser humano.

En aquellos años, el empresario de Bogotá, la plaza de mis sueños, me prometió que me daría la alternativa en dicha plaza; hasta transigí en acostarme con él para que mi más grande anhelo se hiciera realidad. Me dirás que estoy loca, pero estaba dispuesta a pasar por todo con la finalidad de lograr mi objetivo. El rostro de Ingrid se iba entristeciendo por momentos mientras ‘El Mago’ la abrazaba.

Capítulo 81 – LAS LÁGRIMAS DE INGRID

Abrazada como estaba junto al Mago, Ingrid lloraba su pena. Posiblemente necesitaba el consuelo de alguien que la pudiera escuchar sin juzgar, y nadie mejor que Rodolfo Martín, un torero reconocido y artista taurino, para comprenderla. Se notaba que era mucho el dolor que anidaba en su cuerpo. Frustraciones de todo tipo se habían dado cita en su vida, y lo peor de todo es que no logró lo que era su sueño; desperdició su existencia en la búsqueda de un imposible.

‘El Mago’ estaba pasando por un trance amargo escuchándola, y no es que no los hubiera pasado antes o no estuviera acostumbrado, pero se trataba de una mujer que, como una heroína, consagró su vida en aras de una ilusión y fracasó en su empeño. Y su peor fracaso no fue otro que el desprecio con el que le pagaron, con las humillaciones que le hicieron sentir. Eran muchas cosas que, inevitablemente, Ingrid quería contárselas a su interlocutor, sin duda alguna, era el que mejor podría escucharla.

No sabía ‘El Mago’ todo el bien que le estaba haciendo a esta mujer. Sin pretenderlo estaba siendo el bálsamo para el alma de aquella dama que, hastiada de la vida y pasados los años, no encontraba consuelo para sus penas.

–No llores, le dijo el diestro.

–Ahora, Rodolfo, lloro de felicidad al ver que me estás escuchando; al poder abrazarte y sentirte a mi lado.

–Todo es ya pasado, amigo; nada tiene solución. Mi vida discurrió por los senderos más insospechados, pero de forma lamentable, por los más inadecuados. Pude haber cursado unos estudios en mi juventud pero, ya viste, me pasó como a ti: quise hacer de mi vida un imposible.

–En tu caso, Rodolfo, todavía tuviste tiempo de rectificar; es decir, de lograr que te permitieran ser el que siempre fuiste. Mi caso ha sido de otro modo. La vida me negó todo, los hombres me humillaron y ahora, con cincuenta y cinco años ¿qué tengo?, ¿dónde voy?, ¿qué hago?, ¿cómo será mi futuro? Mil preguntas, Mago, a las que no hallo respuesta.

–Seguí desde siempre tu carrera; aquella vez que te tiraste de espontáneo en La México con aquel diestro español que no recuerdo su nombre; aquella y otras muchas, como todos sabemos.

–Siempre fuiste mi ejemplo; un caso de perseverancia infinita que te ha llevado al lugar que siempre mereciste y al que antes de eso, siempre te negaron.

–Te juro Rodolfo que seguía por los periódicos tu carrera, y la misma era la que me daba fuerzas para seguir, pero yo tenía un hándicap que tú no tenías: era mujer, y por dicha razón lo pagué muy caro.

–Por momentos me sentí la puta de todos. Yo era, para la inmensa mayoría de los taurinos, un claro objeto de deseo con el que saciaban sus instintos sexuales. Pero lo más sangrante es que yo creía en las promesas que me hacían en la cama; hasta en eso fui una fracasada.

–¿Cómo se puede creer a un hombre que te promete cosas en la cama mientras está haciendo el amor? Así de ingenua fui, maestro. Yo quería triunfar en los toros; hasta salí en hombros en una novillada que toreé en Bogotá, la única vez que actué en La Santa Maria de Bogotá. Al pensar en el éxito, Rodolfo, ni las cornadas me dolían; todo lo daba por bien empleado. Las cornadas eran mucho más livianas que la humillación que me dieron aquellos tipos que me vejaban el cuerpo y laceraban mi alma.

–Después de todo, fíjate, hasta me marqué como meta, en el peor de los casos, convertirme en matadora de toros y, después de ello, abandonar la profesión. Fueron, como te dije, casi veinte años de lucha, de sacrificios tremendos, y no pudo ser. El empresario canalla que me prometió darme la alternativa, tras acostarse conmigo muchas veces, siempre con la promesa del doctorado, todo eran mentiras y patrañas; solo le interesaba mi cuerpo para follar, porque la promesa nunca llegó.

–Viví junto a la mentira, el fraude, el engaño y la burla permanente en un mundo machista que, como se comprobó, lo pagué muy caro, Rodolfo. Yo creo que merecía mucho más; mi actitud como torera la demostré en todos los ruedos en los que actué. Ni las cornadas me hicieron mella, pero sí derrotó mi ser el comportamiento que me dieron. Humillaciones constantes fueron las que me obligaron a alejarme del mundillo del que, como sabes, solo guardo rencor.

Y te lo digo llorando, pero es la pura verdad; a ti no puedo mentirte, Rodolfo. Tú sabes de esto más que nadie y tengo la certeza de que me comprendes como nadie me ha entendido jamás.

–Por querer ser lo que nunca fui, fíjate los trances por los que pasé. Por esta razón, amigo, entiendo a toda aquella persona que quiera ser torero; hombre o mujer, no me importa. Pero sí sé del grado de ilusión que le puede correr por las venas a cualquier ser humano que quiera ser torero.

Pla Ventura