Allí estaba Luis en la puerta de cuadrillas de la plaza más grande del mundo. Todo un espectáculo. Él era ajeno a cuanto estaba sucediendo a su alrededor que no estuviese relacionado con su presentación. Su visión del momento no era otra que su cometido del instante en que estaba viviendo. Su alma estaba plagada de ilusiones. Había logrado lo que hacía muy poco tiempo era un sueño, una quimera; verse confirmando su alternativa en el coso de la avenida de Insurgentes.

La plaza estaba completamente abarrotada; el cartel así lo demandaba. Mariano Ramírez como padrino; Juan Salvatierra como testigo y, el confirmante, Luis Arango. Todo un lujo en dicho cartel. Luz se había sentado detrás de la barrera del tenido uno, donde los toreros dejan sus capotes de paseo tras el paseíllo. Allí llegó Luis Arango para depositar su capote con la imagen de la Virgen de Guadalupe de la que era devoto. Se lo entregó a su amada para que ésta lo extendiera en dicha barrera. Como primer espada por tratarse de la confirmación de su alternativa, Arango tenía el privilegio de matar el primer toro de la tarde; el primero por ser el novel en semejante cometido y el último, por ser el torero más joven de la terna. Arango le insinuó un beso a su novia.

El momento era trascendental para el diestro; se jugaba gran parte de su futuro. Luz, por su parte, con el corazón roto, deseaba que pasaran pronto aquellas dos horas que duraba el festejo. Sin duda alguna, como lo denotaba su corazón, sería un tiempo eterno para ella. Tras el paseíllo, los aficionados irrumpieron en una calurosa ovación para la terna. Ellos, Ramírez y Salvatierra, los mexicanos, dejaron paso a que Arango disfrutara de aquella ovación y le situaron en primer lugar del terceto que formaban. Daba gloria ver aquella afición ovacionando a los diestros; todo un presagio de lo que más tarde sería el discurrir del festejo. Sus compañeros mexicanos sentían admiración por el diestro caleño.

Todo México sabía del gesto que Arango había tenido tiempo atrás con el diestro mexicano muerto en Bogotá. Le admiraban como artista y, en este caso, en su calidad de hombre de bien. Salió el primer toro a la arena. Bonito de hechuras, astifino y musculoso, con un trote que albergaba todas las esperanzas ante el diestro, con la finalidad de que el toro mostrara su bravura y, a su vez, que permitiera la faena grande que Arango soñaba regalarles a dichos aficionados. La estampa del toro era preciosa. Veleto, alto de agujas como se denomina a los toros que tienen los cuernos muy acentuados.

Capote en mano, Arango, sin pensarlo dos veces, le endilgó unas verónicas de buen trazo; el toro mostraba lo que el diestro anhelaba: mucha bravura. El animal repetía una y otra vez para que Arango, como se demostraba, llevara a cabo una faena de capote digna del mejor de los toreros. Picado y banderilleado el toro, Mariano Ramírez, en compañía de Juan Salvatierra, le entregaba a Luis Arango los trebejos de torear y matar. Muleta y espada pasan de las manos de Ramírez a las de Arango para que el diestro de Colombia se luciera en La México e intentara hacer que vibraran los aficionados.

Arango brindó a la concurrencia desde el centro del ruedo. La ovación resultó clamorosa. Allí, en el centro del platillo, el diestro cita al toro a lo lejos y éste empieza una carrera inmensa. Arango no se mueve, y cuando el toro tiene que pasar por la jurisdicción del diestro, éste le saca la muleta por la espalda y el pase resulta de escalofrío. Con los pies clavados en la arena le endilga cinco ayudados por alto sin moverse del lugar; es decir, sujetando la muleta con ambas manos y levantándola en el embroque con el toro. Ya, con el toro vencido, empieza la faena por derechazos. El toro es muy noble, el torero, entregado por completo a medida que discurre la faena, va notando la conquista de su arte para con dicha afición. Los vítores se suceden, la faena está alcanzando proporciones extraordinarias. Tanto con la diestra como con la zurda, Arango está bordando los naturales y, como sabemos, con la mano de la verdad, la izquierda, está conquistando al público azteca.

El toro tiene presencia y esencia; un toro bravo de verdad que, como vemos, le cupo en suerte a un diestro ilusionado que, lleno de arte, estaba conquistando a la afición capitalina. Su labor estaba siendo un constante clamor frente a los aficionados. Ni él mismo podía creer que le hubiera caído en suerte un toro tan bravo, tan noble y colaborador que, como estábamos viendo, le propiciaba un éxito sin precedentes. Derechazos, naturales, pases de pecho, trincherillas, ayudados por bajo, pases del desdén; todo un repertorio que, como vimos, cautivó al entendido público capitalino. La faena estaba hecha; Arango se perfiló a matar desde la distancia corta, muy cerquita del toro. Montó la espada y, con la izquierda, le entregó la muleta al morrillo del toro. Recetó el diestro una estocada hasta la empuñadura y, en ese preciso instante, entre el embroque de toro y torero, el toro cogió al diestro y lo empitonó lanzándolo al aire; cayó el diestro al suelo al tiempo que caía muerto el toro.

No hubo calada, a Dios gracias. Luis Arango quedó maltrecho por la voltereta. Conmocionado como estaba era recogido por los asistentes. Tras unos pocos segundos en que no sabía dónde se encontraba, recobró la conciencia y pudo ver que el toro había rodado a sus pies por la certera estocada que le había propinado. Luz, en esos instantes de confusión, se sintió morir y rogó a Dios por Luis. Respiró aliviada cuando vio que su amado reaccionaba bien. Los aficionados estaban consternados, la voltereta espeluznante sufrida por el diestro los había conmovido a todos pero les había conquistado el corazón su bella faena que, con el refrendo de la estocada, pedían a gritos la concesión de las orejas para el torero colombiano, toda una revelación para dicha plaza.

Sin objeción alguna, el juez de plaza concede los trofeos al diestro triunfador que, todavía conmocionado por la voltereta y posterior caída dramática en la arena, procede a dar la vuelta al ruedo para recibir las ovaciones del respetable público presente. Triunfo de ley era el logrado por Arango que, pese a sentirse maltrecho, estaba feliz. En el envite, el toro le había roto la taleguilla que, previamente, antes de la vuelta al ruedo, su mozo de espadas había suturado con esparadrapo; era, claro está, la imagen del gladiador que había triunfado ante la fiera, en este caso del artista que mediante el efluvio de su arte había vencido al toro.

Al pasar a la altura donde estaba su amadita, el diestro le hizo un guiño especial. Ella intentó sonreír porque, sin duda alguna, pese a todo el dolor que le atenazaba en su interior, aparentemente estaba gozando del éxito de su amado. Toda la plaza era un clamor. Es probable que, desde los tiempos de David Silveti, no se viera antes una plaza tan enfervorizada con un diestro al que consideraban su ídolo, en este caso, Luis Arango, el torero caleño. No cabía más dicha dentro del alma de Arango. Primer toro en La México, confirmación de alternativa y éxito de clamor. Un triunfo al que había que añadirle la bendita suerte de ser cogido por el toro, haber sido lanzado al aire y caer con fortuna. En la caída, como a tantos otros diestros les han sucedido, podría haberse desnucado o haberse dañado la columna vertebral. Sin duda alguna, Dios estaba con él. El primer objetivo ya estaba cumplido.

La salida en hombros ya estaba asegurada. No podía Luis pedir más. Tras la apoteósica vuelta al ruedo, se le veía entre barreras como rezando y dando gracias a Dios por todo lo que había logrado. Luz, si bien seguía apenada, también daba gracias a Dios por su presencia, y en el fondo no podía ocultar sentir la felicidad inmensa que le brotaba por su amado y su merecido triunfo, aunque su cara estuviera empapada de lágrimas. Sólo ensombrecía su corazón pensar en el después, cuando tuviera que darle a Luis la dura noticia que de momento ella escondía.

¿En qué momento lo haría? ¿Ahora? ¿Tras el triunfo? ¿Al finalizar la corrida? Los minutos para Luz eran siglos. Nunca antes había deseado que transcurriera el tiempo tan prontamente como en dicho día. Quedaban cinco toros por lidiar y, en realidad, mucho tiempo para lo que ella quería. Apenas sería una hora y media pero, ese tiempo Luz lo veía como un siglo. Luis estaba feliz por el éxito logrado, y Luz también, aunque la angustia de su secreto le atenazara el pecho.

Pla Ventura