La Cantiga número 144, de Alfonso X el Sabio, o “Como Santa María guardou de morte un ome bôo en Prazença dun touro que vera polo matar”, es decir, “Cómo Santa María salvó de la muerte a un hombre bueno de Plasencia, cuando un toro venía a matarlo” es el ejemplo fehaciente de la consolidación y popularidad de las fiestas de toros en el siglo XIII, no únicamente en la capital del Jerte, sino en todo el territorio castellano.

Hemos de señalar que este tipo de prácticas es anterior al reinado del rey Sabio, pues él mismo señala, al comenzar la Cantiga: “Y de esto un gran milagro hubo de mostrar Santa María, la Virgen sin par, en Plasencia, según he oído contar a hombres buenos y de creer”. Por lo que podemos afirmar que el espectáculo se hallaba plenamente consolidado a partir de la segunda mitad del siglo XIII.

El motivo de la celebración está más que justificado, tal y como continua el texto: “Por donde un caballero se casó bien de la villa, y mandó traer toros para sus bodas, y apartó uno, el más bravo de ellos, que mandó correr”. Un caballero placentino, por tanto, de condición social elevada pues el coste de este tipo de festejos no estaba al alcance de todos. Ello nos permite clasificar este ejemplo entre lo que se ha venido denominando toreo caballeresco, en el cual participaban tanto caballeros como el pueblo, y cuya finalidad, una vez corrido el toro, era la muerte del mismo, generalmente alanceado desde un caballo, si bien los hombres de a pie eran portadores de garrochas por si hubiere cualquier tipo de problema en la acción del caballero.

Continúa la Cantiga señalando que el toro se correría “en una plaza grande que hay allí delante de la casa del hombre bueno del que os he hablado…” Este lugar no es otro sino la plaza Mayor de la muy noble, leal y benéfica ciudad de Plasencia. Dicha urbe cumplía con las funciones propias de una ciudad medieval castellana, donde no podía faltar una gran plaza para la celebración de festejos públicos, en la que las corridas de toros eran su máximo exponente. Fray Alonso Fernández señala que tal plaza es “la mayor, que es del mercado, donde está el trato y mercancías, casas del ayuntamiento con su torre y reloj, cárcel y carnicería”.

Siguiendo con el texto del rey Sabio, cuenta dicha Cantiga que en pleno festejo tuvo que atravesar el coso un buen hombre, que había sido llamado por un amigo suyo, clérigo y de nombre Mateo. El toro, al verlo, se fue hacía él “para meterle los cuernos por las costillas”. Milagrosamente no sucedió así, porque el clérigo lo vio desde su ventana y pidió vehementemente auxilio a Nuestra Señora, quien se lo prestó de inmediato, haciendo que el toro cayera fulminado. Fue tan providente el auxilio que el hombre tuvo tiempo de acogerse al portal de su amigo, sano y salvo. Y aquel toro, tocado por la providencia, perdió su nativa fiereza y no volvió a embestir.

La cantiga, como puede apreciarse, va ilustrada con cuatro preciosas miniaturas que nos permiten conocer algunos datos sobre estos espectáculos en el siglo XIII.

La gente se situaba sobre el adarve de la muralla o en las galerías y ventanas altas de las casas que rodeaban la plaza. Un caso curioso y notorio es el del cabildo catedralicio, quien arrendaba las casas pero reservándose las ventanas, lo que nos señala la enorme afición del clero a este tipo de festejos, como es el caso de Mateo, el clérigo protagonista de la Cantiga. Milagros aparte, el documento pone de manifiesto la presencia del clero en este tipo de espectáculos, de tal modo que pronto fue objeto de regulación. No es de extrañar que los primeros ataques a las fiestas de toros procedan de la Iglesia, pues consideraba que “el correr toros era cosa profana y, por tanto, condenable desde el punto de vista cristiano”.

No obstante, y debido al arraigo entre el pueblo, las autoridades eclesiásticas españolas no consideraron conveniente su prohibición, limitándose a prohibir la asistencia y participación del clero en estos festejos, al considerarlo impropio de su estado.

Por Álvaro S-Ocaña