No tengo rubor en confesar que tenía una deuda pendiente con Rafael Cantó, aquel torero alicantino que ilusionó a todo el mundo taurino allá por los años sesenta. El “pago” pendiente no era otro que, a primeros de enero de 1970, el que suscribe, recién licenciado de la mili en Cartagena, petate al hombro, me encontraba a la salida de la ciudad para hacer auto stop con la finalidad de que alguien me llevara a casa y, para mi suerte, el poco rato de estar en la carretera paró un coche Mercedes con pinta de ser de un torero y, casualidades del destino, era un torero su conductor que no era otro que Rafael Cantó que me llevó hasta mi casa.

Esta anécdota la he contado miles de veces pero, casualidades del destino, nunca más pude ver a este hombre en estos cincuenta años transcurridos. Y, como quiera que el destino ha querido que yo no tenga deudas pendientes con nadie, en el día de hoy, Rafael Cantó, en unión de unos amigos, El Inclusero y Pepe Tébar, ha venido a visitarme y, como pago de la deuda citada, éste no es otro que esta entrevista al torero que, como dije, ilusionó a propios y extraños y del que, por razones de edad, solo tengo algunos vagos recuerdos en mi mente pero, para eso están las hemerotecas, para refrescarnos la memoria en torno al personaje sobre el cual queremos saber y, en este caso, qué mejor que las palabras del diestro que, ilusionado, ha compartido un café conmigo en esta mañana soleada y hermosa.

A tenor de todo lo sabido, lo de Rafael Cantó era para matarlo porque si había un novillero en aquellos años sesenta que tenía todas las condiciones para triunfar como matador, no era otro que Rafael Cantó que, como me ha confesado toreó un enorme número de novilladas, la mayoría de ellas, percibiendo la astronómica cifra de veinte mil duros de la época. Tras cinco años como novillero puntero, toreando donde le daba la gana, incluso en la plaza de Las Ventas de Madrid donde toreó seis tardes, amén de las cinco que trenzó el paseíllo en Vista Alegre, al margen de infinidad de plazas españolas las que pisó con enorme éxito. Como diría el otro, uno que podía no quiso y tantos que no pueden, quieren.

Un abrazo efusivo ha sido el primer encuentro con el maestro que, a sus ochenta y seis años está para reaparecer; tiene una salud de hierro, conserva su esbelta figura de antaño, su pelo ensortijado le da ese aire de torero antiguo y, lo que es mejor, su memoria le sigue siendo fiel, valores todos que esgrime con esa naturalidad propia de los hombres que se han jugado la vida, la que cuida con esmero al paso de los años.

-¿Cómo fueron sus primeros pasos en el toreo?

Como se ha dicho siempre, lo del toreo no deja de ser un veneno que nos corroe las entrañas y yo no podía escapar de dicha circunstancia. Quería ser torero al precio que fuere y, logré debutar en una novillada sin caballos en Alicante y, suerte la mía que toreé quince tardes en el coso de la plaza de España. Luego, hice mi debut con picadores en Orihuela y, a partir de ahí me recorrí prácticamente toda España como novillero puntero.

-Me han contado, maestro, que cuando usted toreó en Madrid llenaba la plaza por completo. ¿Eso es leyenda o se ciñe a la verdad? Se lo digo porque en mis años de aficionado, que un novillero llene Madrid es algo inusual.

Esa es una verdad incuestionable, es más, ahí están los documentos que lo certifican, en este caso las revistas Dígame o El Ruedo. En aquellos años, el novillero que interesaba, las empresas se mataban por contratarle y, en mi caso no fui una excepción. Madrid me adoraba, no tengo pudor en confesarlo.

-No le quito la razón pero, Rafael, ahora hay chicos que interesan, se juegan la vida y, como dicen los empresarios las novilladas son deficitarias. Algo tenía usted que no tenían los demás. ¿Cuál era ese valor que le diferenciaba del resto de sus compañeros?

Yo creo que tenía una personalidad muy acusada que calaba en los tendidos porque, si te soy sincero, obtuve el respeto y la admiración de Madrid sin cortar una sola oreja; di varias vueltas al ruedo pero, fíjate, yo que era un buen estoqueador, en la plaza clave nunca maté un toro al primer envite. Es cierto que yo interesaba a la empresa, hasta el punto de que estando en el Sanatorio de Toreros curándome de una grave cornada, allí se presentó don José María Jardón y don Livinio Stuick para firmarme tres novilladas para cuando me repusiera de la herida.

-¿Cuántas novilladas toreó desde que empezó hasta su retirada?

Picadas, más de ciento cincuenta. Y sin caballos he perdido la cuenta pero fueron muchísimas. Yo veo ahora todo lo que cuentan de los chicos que son novilleros y que apenas ganan nada y pe pongo a temblar. ¡Pero si yo gané una fortuna de la época! Como compruebo, los tiempos han cambiado a velocidad de vértigo y lo que antes era grandeza, ahora es todo miseria.

-Según decían, usted era todo un clásico pero, posiblemente, como dicen las crónicas de antaño, donde mejor se sentía era con las banderillas. ¿Cómo era la cuestión?

Sí, mi concepto del toreo era totalmente clásico, tanto con el capote como con las banderillas pero, con los rehiletes me sentía totalmente realizado porque una cosa es colgar garapullos y otra muy distinta banderillear como Dios manda, es decir, asomándose al balcón que  era como yo sentía esa suerte, quizás por esa razón mi labor al respecto tenía tanta efervescencia de cara a los aficionados.

-A lo largo de su ya dilatada vida habrá conocido a muchos toreros banderilleros pero, si le pregunto por un solo que pudiera cautivarle, ¿con quién se quedaría?

Es cierto que, en mi larga existencia he conocido de todo pero, muchos años después de retirarme vi a un chaval lusitano con el que me identificaba plenamente, que no era otro que Víctor Méndes, un prodigio de rehiletero que, sin lugar a dudas, tardarán muchos años para que aparezca en escena otro banderillero como el portugués.

-Asombrado quedé cuando iba a preguntarle al maestro Cantó sobre las cornadas recibidas y, antes de mediar palabra de sus labios, se bajó los pantalones para mostrarme las cicatrices de sus heridas, algo que me ha dejado sin alientos. Al respecto, ¿temió alguna vez por su vida?

-Si, por dos veces. La primera cornada la sufrí en Orán, en Argelia, de la que tarde más de un mes en recuperarme; era grave, pero la superé. Y aquí en España, la que sufrí en Orihuela tuvo caracteres de extremaunción porque, era gravísima, ya viste la cicatriz. El toro me metió el pitón hasta la cepa, más de treinta centímetros de herida que desgarró las venas más importantes. Me llevaron con urgencia al Sanatorio de Toreros en Madrid y, para mi suerte, allí me intervino el doctor don Luís Jiménez Guinea al que, sin duda alguna, me salvó la vida. Aquel hombre jamás le olvidaré porque gracias a su pericia, habilidad, sabiduría y talento, estoy ahora hablando contigo.

-¿Recuerda su mejor faena?

Fueron muchas pero, mi feudo natural era Alicante, una plaza en la que triunfé de forma repetida, de ahí la consecuencia de haber toreado tantísimas tardes en dicha plaza. Hice grandes faenas en muchos cosos y, como cosa curiosa, en Madrid que nunca corté orejas, como antes te decía, era un torero respetado y querido.

-Según he podido saber, su peón de confianza cuando usted estaba en activo no era otro que Pepe Manzanares, el abuelo del actual Manzanares. ¿Cómo era Pepe como subalterno?

Muy eficaz y siempre muy atento al matador que era yo. Pepe quiso ser torero y no logró su sueño, de ahí que se pasó muy pronto a las filas de los subalternos donde realizó una gran labor.

-¿Cuándo se retiró usted?

Si mi memoria no me es infiel, creo que fue en el año 1964, justamente en la presentación como novillero de este “chico” que tengo a mi lado que, por cierto, aquella tarde estuvo inconmensurable, hablo del maestro Gregorio Tébar El Inclusero que, junto a su hermano Pepe, han tenido la gentileza de traerme para que nos conociéramos y me hicieras la entrevista que tenías planeada. Por cierto, déjame que te diga que, tras aquella novillada pronostiqué que El Inclusero llegaría muy lejos y se quedó en el camino por culpa de su puñetera espada pero, España, Francia y América son testigos de lo que digo. Es más, torear más de cincuenta tardes en Madrid es un privilegio que muy pocos pueden esgrimir. Aunque él esté delante, no tengo rubor en confesar que El Inclusero era un auténtico artista.

-Y la pregunta que todos nos hacemos es inevitable. Teniendo el grandísimo cartel que usted tenía, ¿por qué no tomó la alternativa?

Fueron varias circunstancias, entre ellas que mi apoderado enfermó y se me derrumbaron las ilusiones; no es menos cierto que, en aquellos mismos momentos, yo había empezado con mi industria metalúrgica y me iba todo sobre ruedas. Es decir, sin darme cuenta ya estaba imbuido en la vorágine del trabajo y, entre unas cosas y otras lo dejé pasar y allí se acabó para siempre el torero.

-Y así, de repente, cambió usted el oro por el metal de su industria. ¿No se arrepintió nunca de no haber dado el paso?

No porque yo estaba ya muy centrado en el trabajo que, para mi fortuna, me daba muchos beneficios y al tiempo yo daba trabajo a muchas personas y todo eso me hacía sentirme realizado.

-Por cierto, me ha dicho usted que llevaba muchos años sin venir a Ibi. ¿Qué impresión le ha dejado nuestro polígono industrial?

He quedado boquiabierto. Me acuerdo hace cuarenta años que yo venía por aquí porque tenía muchos proveedores de todo tipo y, aquellos hombres eran pura lucha titánica por sobrevivir porque apenas habían naves industriales; si acaso, eran los primeros escarceos al respecto porque muchos de mis proveedores tenían la empresa en locales de sus viviendas, otros en alguna cochera grande y, muy pocos, en una nave industrial. Por dicha razón, al venir y encontrarme con este polígono hermoso, grandioso y que tanto trabajo aporta a miles de ibenses, eso me llena de orgullo porque, ya sabes, he sido empresario y sé de las cornadas que dan las empresas, en este caso, la de los clientes que no te pagan, los impuestos que hay que pagarle a Hacienda y todos los sinsabores que lleva consigo una empresa, al margen de los momentos de gloria que todo hay en la viña del Señor.

-Por cierto, como le dije, este diálogo saldrá en una página cibernética porque, revistas de papel, quedan poquísimas y no tenemos cabida todos los que escribimos. Por el contrario, en estas ediciones que nos permite este milagro llamado Internet, somos muchos los que tenemos la oportunidad de narrar para todo el mundo. ¿Está usted al tanto de esta nueva tecnología?

No, para nada. Quedé anclado en el tiempo porque me acuerdo de Dígame, El Ruedo, El Mundo de los Toros, la revista que tú tantos años colaboraste y, tras aquellas revistas, lo demás apenas me interesa. Es cierto que me muestran todo lo que se ha publicado sobre mi persona, algo que agradezco muchísimo a todo el mundo como pueda ser tu caso pero, vivo al margen de las modas.

Don Rafael Cantó Torregrosa, muchísimas gracias por haberme concedido el privilegio de charlar con usted y, como le dije antes, de poder haberle pagado la “deuda” que tenía contraída con usted desde hace cincuenta años, medio siglo, ahí es nada. Mucha suerte, mucha salud y recemos para encontrarnos pronto de nuevo.