Se produjo entonces un silencio sepulcral, todos miraron al diestro con sentida empatía y luego bajaron sus ojos y se quedaron quietos, probablemente rezando –tal como les había pedido el capitán– o tal vez, tan solo volviendo su atención sobre sus asuntos, y no volvieron a molestar al torero.

Y así continuó el silencio reinante, solo resquebrajado por el ruido de los motores del avión que se escuchaban muy a lo lejos. Fueron casi seis horas de vuelo que se les antojaron eternas, puesto que Arango y los suyos estaban deshechos por el dolor. No pudieron conciliar el sueño que, en dichos casos, les hubiera sido muy terapéutico para mitigar las penas y ¿por qué no?, tal vez los posibles miedos de viajar en avión que algunos pudieran tener.

Por fin arribaron a Cali. Faltaba muy poco para tocar tierra cuando notaron todos que el avión estaba dando un giro extraño; como si se moviera sin control. En el acto se escucharon, de las azafatas, éticas frases pronunciadas con firmeza por la jefa de azafatas:

«¡Conserven la calma!, ¡manténganse en sus lugares y no se desabrochen los cinturones!».

Algo no iba bien. Aquello tenía visos de tragedia. El pasaje estaba consternado, e incluso la misma tripulación. Las azafatas de vuelo intentaban tranquilizar a los pasajeros, pero sus caras denotaban profunda preocupación. Pronto conocieron la verdad: uno de los motores del aparato, sin mediar causas, se había incendiado. La situación era gravísima y el pánico no tardó en hacer acto de presencia.

Por las ventanillas de la aeronave se divisaban las llamas que incendiaban ya parte del fuselaje del ala derecha.

–¡Por favor, señores pasajeros, manténganse en sus lugares y conserven la calma. La situación está controlada! –decía a viva voz la jefa de azafatas de vuelo.

–¡Tengan calma, señores pasajeros! Nos comunica el capitán que en breves momentos, pese a la situación, podremos realizar un aterrizaje de emergencia. La situación –prosiguió diciendo la azafata– tanto aquí como en tierra la tenemos controlada. Con los motores que quedan nos sobra capacidad para este aterrizaje que, en pocos minutos, vamos a realizar –así lo explicaba, calmada y profesionalmente la jefa de azafatas.

El más aterrado de toda la comitiva de Arango, era ‘El Mago’. Rodolfo era muy miedoso con este tipo de aparatos. El diestro mexicano siempre confesó que le encantaría morir frente a las astas de un toro, pero que, morir encima de un avión, le parecía un dislate inmenso; la peor tragedia; no por la muerte en sí, sino por la forma estúpida de morir sin gloria alguna. ‘El Mago’ tomó la mano de Arango y le dijo:

–¡Matador, aquí se acaba todo! Nos queda al menos la dicha de morir juntos y, de tal modo, irnos así, todos hacia Dios –así se pronunciaba ‘El Mago’ con voz entrecortada y, con una desazón increíble.

–¿No crees, –continuaba diciendo el maestro mexicano– que ayer tarde debería de habernos matado un toro y habernos ahorrado este duro trance de una muerte estúpida? ¡Yo quería morir lleno de gloria, matador, dentro del coso de Insurgentes! ¡Siempre se lo pedía a mi virgencita de Guadalupe! Luis se limitó a palmear la mano del Mago para trasmitirle un poco de tranquilidad y buscó la mano y la mirada de su amada. Luz se aferró a la mano de Luis, la besó y no dijo nada. Reinaba un terrorífico silencio en todo el pasaje. El único que tuvo valor para hacer sus confesiones fue ‘El Mago’.

En tierra, las unidades de emergencia ya habían desalojado por completo la pista. El capitán de la nave siniestrada y su copiloto tenían claro que el aterrizaje iba a ser tremendamente difícil. Es más, ellos hasta dudaban si en verdad podrían tocar tierra. Las llamas que devoraban el fuselaje del ala derecha, por más que ya se había cortado el suministro de nafta a los motores, eran cada vez más grandes, tan grandes como el pánico que ante una trágica muerte todos sentían.

Las palabras tranquilizadoras y muy controladas de la azafata sirvieron de muy poco. Ella pedía tranquilidad a todos y daba las instrucciones de cómo actuar ante la situación de emergencia, ni bien se llegara a tierra pero, en realidad, ¿sentía ella paz dentro de su ser al pronunciar esas palabras? ¿Podría el avión, en semejantes condiciones, tomar tierra y salvar a todos sus pasajeros? La situación olía a tragedia.

Pla Ventura