Al día siguiente de tan macabro suceso, Arango, impulsado por una extraña fuerza se personó en la embajada mexicana de Bogotá. Sabedor de que todos los trámites para el traslado del cadáver de Raúl García a México podrían ser complicados, le ofreció al embajador azteca todo su apoyo y su ayuda incondicional para cuanto se precisare al respecto del cuerpo del compañero caído. Porque la fama, que en ocasiones atormenta al hombre público, caso de Arango, en honor a la verdad facilita muchas cosas a veces porque, oportunistas al margen, siempre el famoso encuentra personas que lo admiran y le ofrecen su amistad, y en ocasiones como la citada, Luis se sabía querido desde las altas esferas del poder.

Basta recordar que, hace pocas fechas, él recibió una carta personal del presidente de la República en la que le decía sentirse orgulloso de tenerlo como compatriota y que, gracias a su arte, el nombre de Colombia se difundiría por el mundo. El presidente, en dicha carta, se lamentaba ante Arango porque, desdichadamente, a Colombia se la conoce más en el mundo por sus narcotraficantes que por sus extraordinarias bellezas naturales y por su otra maravillosa gente, que es la gran mayoría.

El señor embajador mexicano le dio las gracias al diestro por sus inquietudes y atenciones al tiempo que le indicaba que no se preocupara que, en breves horas estarían repatriando el cuerpo del diestro azteca. Sin embargo, Arango pese a las tranquilizadoras palabras del embajador, igualmente seguía repleto de tristeza; hasta tenía la sensación de que conocía a Raúl García desde siempre, y lo cierto era que si bien de renombre lo conocía, puesto que era un diestro famoso de su medio, personalmente lo conoció en la Santa María, en un momento que tan sólo pudo abrazarlo un breve instante con motivo de que éste le confirmara su alternativa.

De pronto, el diestro colombiano interrumpe otra cosa que le estaba diciendo el embajador y, con suma presteza, le dijo al señor embajador que quería acompañar el cuerpo del torero muerto hasta México. Era lo último que sentía que debía hacer por este compañero. Su corazón así se lo indicaba, y sin consultar con nadie, se unió a la expedición que llevaría el cuerpo de Raúl García hasta la ciudad mexicana de Aguascalientes.

Sí sabía Arango que tenía quince días sin torear. Hasta la llegada a Manizales, su próxima cita, faltaban dos semanas. Tenía tiempo de sobra para hacer dicho viaje y él sentía que tenía que estar junto a los seres queridos del diestro muerto porque él sabe que es mucho el dolor que se cierne ante la partida de un diestro por lo que el matador caleño quería abrazar y reconfortar, al menos, de esta manera a la familia de Raúl García. Dicha decisión se la hizo saber a los suyos y, de forma muy especial a Luz, que en esta oportunidad no podía acompañarlo hasta México tal como él le había pedido. Además, estaba rota por el dolor que sintió en la plaza y no deseaba en verdad aumentarlo.

Doña María Restrepo no podía contener sus lágrimas; el hecho de que su hijo hubiera decidido irse a México para consolar a los familiares del diestro fallecido, la emocionó muchísimo. Una vez más, los hechos de su hijo certificaban ante su madre la grandeza humana de éste. Rodolfo puso alguna que otra pega. «No vayas, total, no vas a solucionar nada», decía su apoderado. Pero Arango no pensaba tener en cuenta lo que éste e incluso nadie le dijera, puesto que ya en la misma embajada, había pedido que se le tramitaran los permisos necesarios para hacer el viaje hasta México.

Raúl García había acudido a Bogotá en solitario ya que dada la extensa nómina de banderilleros colombianos que había para dicho evento, había decidido prescindir de los que de forma habitual lo acompañaban por todas las plazas de México. Sólo había llegado acompañado de su apoderado, por tanto, la comitiva de regreso era muy corta. Aquella misma tarde llegaría, procedente del Distrito Federal, la esposa del diestro infortunado. Así se lo había comunicado el embajador al diestro vallecaucano. Miró Luis el reloj y faltaban dos horas para que aterrizara el avión en el que venía la señora Norma Contreras, la esposa del fallecido.

Por lo que, sin pensarlo dos veces, se despidió de los suyos y montó en su auto rumbo a El Dorado, que es el aeropuerto internacional bogotano. Ciertamente, ante aquel hecho, Arango estaba haciendo, sin proponérselo, una de las mejores obras de caridad que podía hacer en aquellos instantes; consolar y ofrecerle compañía a Norma que, sola en un país desconocido y rota por el dolor, compañía y afecto era lo que más necesitaba.

Ya en El Dorado, Luis estaba nervioso; expectante ante la llegada de la viuda de Raúl García. ¿Cómo se reaccionará cuando acudes a un país desconocido, precisamente, para recoger el cadáver del ser que amas? Se preguntaba. Y le atormentaba la respuesta, claro. No podía ser de otro modo puesto que el diestro se ponía en los zapatos de la señora Norma Contreras y en dicho instante pensó en Luz con lo que se le cayeron las lágrimas. Él, además sabía que Raúl García dejaba viuda, dos hijos pequeños, unos padres y hermanos que difícilmente podrían encontrar consuelo. Al aeropuerto acudió acompañado por el apoderado de Raúl, a quien había pasado a buscar, de camino. Este hombre sería quien le presentaría a Norma una vez ella bajara del avión.

Miguel, que así se llamaba el apoderado, quiso invitar a Luis a tomar un café mientras soportaban la angustiosa espera del arribo del avión, pero éste declinó la invitación, no tenía ganas de nada. Sentía mucho pesar. Los rótulos luminosos del aeropuerto advertían la inminente llegada del vuelo procedente del Distrito Federal en el que viajaba Norma Contreras. El nerviosismo crecía en Miguel, el apoderado, y en Luis.

–¡Por allí viene! –dijo Miguel.

Lógicamente, Norma identificó en el acto a Miguel y, corriendo, acudió para abrazarse con el apoderado. Ambos lloraban desconsoladamente.

–¿Qué pasó?¿cómo fue? –eran las preguntas de Norma al apoderado.

–Un accidente muy desdichado, Norma –dijo Miguel con tremenda pena–.

Estaba Raúl entendiendo muy bien al toro que, dicho sea de paso, no tenía lidia alguna, pero su pundonor era tan grande que cuando menos, él quería estar por encima de las condiciones del toro. Tu marido era un diestro cabal, como sabes, razones evidentes por las que era un torero consentido en México. Mientras intentaba un natural, el toro le prendió por la ingle y le destrozó la femoral. Sangraba muchísimo cuando lo llevamos hasta la enfermería pero, Norma querida, jamás creímos que tu marido fallecería allí, en la enfermería de la plaza.

Luis estaba presenciando una escena tremendamente conmovedora que lo hacía, inevitablemente, emocionarse al punto también de las lágrimas; Norma tenía el rostro desencajado. Lloraba desconsoladamente y no existía remedio para su pena.

–No llores así, Norma –dijo Miguel, acongojado e impotente.

–¡Mira!.. aquí te presento a Luis Arango, el diestro al que tu marido le confirmó la alternativa en dicha corrida.

–¡Gracias, muchas gracias, Luis, eres muy amable al estar aquí!

–le dijo Norma al verlo y reconocerlo. Norma y Luis se abrazaron mientras ella seguía sin poder contener sus lágrimas, primero por el dolor de la muerte de su marido, y también en aquel instante, al comprobar la generosidad de Arango que, por cariño humano y solidaridad, quiso estar junto a ella. Los tres, se encaminaron entonces hasta el auto de Arango y partieron rumbo a la casa mortuoria donde la embajada había dispuesto los arreglos para que permaneciera el cuerpo en depósito del torero fallecido. Norma estaba temblando. Llegaba el momento en el que tenía que ver el cadáver de su marido, aquel artista del toreo al que amaba con locura y al que, el día anterior, por teléfono, le había deseado suerte.

Sus lágrimas eran el diluvio de su alma, su cuerpo estaba roto, Miguel y Luis la abrazaban. En un determinado momento Luis le dijo a ella:

–Quiero que sepas, Norma, que todo cuanto necesites y esté a mi alcance lo tendrás de mi persona. Mañana, en tu regreso a México, iré con vosotros. No quiero dejarte sola en este terrible momento. Me pongo en el lugar en el que tu esposo, está ahora o en tu lugar y en mi caso, hubiera querido que alguien hubiese hecho lo mismo por mí amada y por mí. ¡Cuenta conmigo, mujer! –Y continuó diciendo:

–La figura de Raúl García, tu marido, siempre vivirá dentro de mi ser. Su recuerdo, aunque yo no lo quisiera, estará siempre presente en mi vida, será el diestro que me confirmó mi alternativa y así quedará plasmado para la posteridad. Las hemerotecas y demás multimedios de registración que ahora dispone la historia, guardarán para siempre la única actuación de tu marido en ésta, mi tierra y, a su vez, dirán que el gran diestro mexicano que le confirmó la alternativa a Luis Arango, entregó valiente y gallardamente su vida en Colombia, muriendo como todo gran matador de toros anhela y es, dejando su sangre en la arena.

Pla Ventura