Por Francisco Díaz Sánchez. Fotografía de Javier Arroyo.

El 13 de julio de 2018 Pamplona despidió a quien ha sido su ídolo en casi las dos últimas décadas. Juan José Padilla, ataviado con un pañuelo negro para proteger su aún reciente herida, derrochó entrega, valor y garra sobre el ruedo que lo aupó al primer circuito del mundo de los toros. El Coso pamplonica recibió con gritos “de guerra” a quien ha mantenido un incomparable idilio amoroso con esa afición. Con independencia de tauromaquias, de gustos y de ortodoxias, cualquiera que ame el mundo del toro debió ayer aplaudir a quien maltrecho cruzaba el ruedo, porque este hombre -sí, hombre, con dos huevos enormes- ha sido, es y será un ejemplo para quien se viste cada mañana con ganas de triunfar. La afición y la ambición taurina de Juan José Padilla ha sido el vehículo necesario para que se sobrepusiera a la cornada que hubiera justificado su retirada. Por tanto, el homenaje, que le rindió Pamplona ayer al jerezano, fue el que merecería del mundo del toro, por lo menos.

 

Junto al ya mencionado Padilla, se anunciaron Cayetano Rivera Ordóñez y Andrés Roca Rey, para dar lidia y muerte a una pareja, aunque chica, corrida de Jandilla. Todos los medios de comunicación taurina, o casi todos, cantaran que ha sido la más completa de la Feria del Toro 2018, postulada para premio. Sin embargo, esta postura no podrá defenderse desde estas líneas, por dos razones: la primera por el escrupuloso respeto que se merece la ganadería que aún queda por lidia, con independencia del hierro; y la segunda porque seis toros que únicamente han servido para el último tercio no pueden considerarse completos. Con esto no quiero referirme a otra cosa a que cinco de los seis toros lidiados no fueron picados en absoluto, con el paradigma del sexto, al que no se le metieron las cuerdas en ninguno de los dos encuentros. Por tanto, animales que no han sido picados no son merecedores de calificarse como extraordinarios o demás sinónimos que se les atribuyan, por la sencilla razón que el toro bravo debe picarse. Si no tiene el poder suficiente, se devuelve a los corrales. Siempre debe apostarse por la lidia íntegra.

 

El primer toro de la tarde fue el de mayor casta, el único castaño. Lo recibió Juan José Padilla con cuatro largas cambiadas y una revolera. El toro se quedó en seguida en el capote. Fue picado, como excepción en toda la tarde, de forma correcta por Albentus, el único que se picó en toda la tarde. Más allá de las formas y concepto, Padilla derrochó disposición, voluntad y raza, en todas sus formas. Siempre buscó conectar con los festivos tendidos navarros. Mató en el centro del ruedo, con estocada caída y de efecto fulminante. Estallido entre el público y concesión de las dos orejas. El cuarto de la tarde se caracterizó por su endeblez, que rozaba la invalidez. Los primeros tercios fueron tan insignificantes que no merecen mención alguna. Llegó el toro arrastrando las patas a las privilegiadas manos de Daniel Duarte, quien, con gran magisterio, alargó la dulce y flojísima embestida del morlaco. A partir de ahí, la faena se condicionó por ese temple y esa clase que tanto gusta a los taurinos, envuelto todo por una nobleza ovejuna, sin atisbo de poder y de raza. Tenía, por tanto, el cuatreño una embestida para reventar toreando. Padilla intentó estar a su altura. Estocada en el centro del ruedo, algo caída, que le permitió cortar una oreja.

 

Cayetano llegó a Pamplona para cobrar el cheque. Lisa y llanamente. Sus carencias técnicas son de sobras conocidas. Sin embargo, sustituía esa ineptitud con una envidiable entrega y derroche. Esas virtudes no aparecieron por el ruedo pamplonica. Le correspondieron en suerte dos animalillos sin ningún tipo de dificultad, no se comían a nadie. El primero iba y venía, con algo más de picante por el pitón derecho y con más recorrido por el zurdo. Cayetano anduvo destemplado, fuera de sitio y sin mando. Pese al salto a la piscina no mató eficazmente. El segundo toro, tras ser lidiado magistralmente por Joselito Rus que, en el segundo, ya había pareado con mucha categoría, embistió con mucha calidad, como dicen los taurinos. Sin embargo, exigía temple y dominio, para llevar las embestidas hasta el final. Pocas veces se dio. Esta vez del piscinazo sí surgió efecto y cortó una orejita.

 

Si la tarde de ayer no hubiera sido la de despedida de Padilla, solo hubiera tenido un nombre, y ese es el de Andrés Roca Rey. Se apreciaron dos registros radicalmente distintos. Sin embargo, hubo un denominador común: el arrojo, la disposición y la voluntad de ser. El primero de sus toros apuntó clase y gran debilidad física. No fue picado. Nada más empezar, en el segundo estatutario, apretando hacia los terrenos de dentro, fue el peruano arrollado de muy feas maneras. Una vez se levantó, sin quitarse el polvo y sin ningún aspaviento de cara a la galería, se dispuso a torear, con una enorme quietud, profundidad y hondura, con temple sublime y depurando las formas tan controvertidas de otras ocasiones. Pinchó y mató con suficiencia: oreja. El sexto de la tarde también estuvo condicionado por su total ausencia de fuerza. En ese momento, Roca Rey decidió no picar al toro. La corrida sin sangre está cada vez más cerca. Con la muleta, la faena del peruano conjugó sus dos facetas: la de toreo de verdad, profundo y templado, y la de enorme tremendismo, plagada de toreo fuera de sitio y ausencia de temple. El toro embistió descompuesto, echando de menos un buen puyazo. Por momento logró buenas tandas, con una muleta poderosa. Alcanzó los mejores momentos por el pitón izquierdo, dejando el vuelo de la muleta en el hocico y con un cite fuerte, llevando la embestida del animal hasta el final. Gran estocada y dos orejas excesivas.

 

Programa de mano de la corrida.