Lógicamente Luz, tras leer dicha carta, rompió a llorar. No podía contener el llanto. Era mucha la emoción de cuanto estaba sintiendo. No daba crédito a cuanto había leído. No sospechaba, en modo alguno, que la situación de Gabriela pudiera ser la que ella amargamente le había relatado. Terrible era todo lo que sentía en aquellos momentos. Otra noche pasaría más en vela.

Por un lado sentía el dolor por la tremenda y horrible situación de su amiga y por otro hasta sentía el alivio que dicha carta le proporcionaba para que una vez se la mostrase a Candela, ésta desistiese de su idea de marcharse a Europa. No pudo dormir y anhelaba la llegada del nuevo día para reunirse con Candela.

Mil conjeturas hizo Luz con aquel mensaje desolador que había leído en dicha misiva. Jamás una carta la había derrotado tanto y, lo peor de todo es que no podía hacer nada por su amiga. Luz sintió en sí misma el aguijonazo profundo del dolor que Gabriela le expresaba. Varias sensaciones la embargaban: dolor, angustia, desesperación, impotencia, rabia y un profundo desencanto ante lo que estaba viviendo su amiga en España. Estaba tan asustada ante la realidad que le había mostrado Gabriela que, de inmediato, quería hacérselo saber a Candela. El tiempo la apremiaba. Era mucha la emoción que la embargaba y, de forma inevitable, quería salvar a su amiga de la desdicha que podía acarrearle su idea de irse a España. Era muy temprano pero no lo dudó un instante. Cogió el teléfono y llamó a Candela.

–¿Candela? Soy Luz –le dijo–. ¿Dónde quieres que nos encontremos? Necesito tal y como me dijiste, que conversemos respecto al viaje que querías que hiciésemos a España.

–¡De acuerdo! –respondió Candela–. Si te parece nos vemos en la cafetería del hotel y, cuando tú termines la jornada, allí conversamos. Recuerda que tengo toda la ilusión del mundo puesta en ese viaje y, más aún, en que tú me acompañes. Estoy segura que no me fallarás, Luz, querida amiga. Recuerda lo que te dije muchas veces, estoy harta de pasar privaciones en nuestra tierra, quiero que hallemos un mundo mejor, una vida más placentera y, ante todo, que tengamos un porvenir más bello.

Aquí no saldremos jamás de las penurias que estamos viviendo y en España, por todo lo que me han contado, tendremos un trabajo mejor remunerado y hasta podremos comprarnos una casa.

–Está bien, Candela. No sufras. Luego, en la tarde, conversamos de todo ello. Hablaremos largo y tendido. No te digo que no, tampoco que sí, pero debemos de analizar todo antes de dar un paso tan trascendental. Y no seas tan ansiosa ya que se trata del paso más importante que podemos dar en la vida y, como tal, tenemos que meditarlo. Piensa que si nos vamos, llegaremos a un mundo desconocido para nosotras, un lugar en el que no contamos con nadie y en el que tendremos poca ayuda, pero en fin, hablaremos más tarde. Difícil se le presentaba a Luz la exposición de los hechos. Hasta creía que era tal la ilusión que Candela tenía por marcharse que pudiera ser que no llegase a comprenderla.

Es cierto que Luz tenía esa carta guardada en la manga que, en realidad, no era otra que la misiva que había recibido de Gabriela; misiva en la que, a no dudar, ella confiaba que fuera el detonante para que Candela olvidara para siempre su idea de irse a España. Luz estaba nerviosa. Quedaba expectante porque no acertaba a comprender qué reacción tomaría Candela cuando leyera la carta. Para ella la cosa era simple. Pensaba que, cuando su amiga leyera la misiva de esta amiga en común que estaba ahora en España, todo quedaría muy claro, no sin antes adivinar que, pese a todo, aunque la decisión fuera la de marcharse, Candela se sentiría destrozada cuando leyera las afirmaciones de Gabriela.

El día transcurrió sin más argumentos que el propio trabajo y es cierto que Luz esperaba la hora de terminar la jornada para, tras la misma, reunirse con su amiga. Mucha expectación tenía Luz ante lo que Candela pudiera pensar. Todo se dirimiría en pocas horas. De pronto se encontró Luz con Rodolfo el apoderado que, obviamente, seguía hospedado en el hotel.

–Luz –dijo el apoderado–, vengo de ver a Luis y el matador se encuentra fenomenal. Ha pasado la noche perfecta, ha dormido de un tirón y el médico le ha dicho que muy pronto podrá abandonar el hospital para venirnos al hotel hasta que nos marchemos a Bogotá. Me ha comentado que si te veía, te diera un beso de su parte. Está loco por verte.

Aquel encuentro dejó feliz a Luz. Ella sabía que Dios había estado con su amado, y lo que parecía un negro nubarrón, se había convertido en un sol maravilloso. Las palabras de Rodolfo dejaron a Luz llena de ilusiones. Por supuesto que en la tarde antes de volver a su casa, iría a visitarlo. Ahora, lo único que la intranquilizaba no era otra cosa que el encuentro que tendría con su amiga Candela. Luz quería cerrar el Capítulo de su viaje a España y la única forma que encontraba y así lo entendía, no era otra que Candela se estremeciera cuando le mostrara la carta que ella había recibido de Gabriela desde España.

Luz estaba feliz, ¿cómo no estarlo? Saber de la recuperación del hombre al que amaba y que, para mayor dicha, en breves fechas podría volver a explicar su arte dentro de una plaza de toros. Ella misma se estaba convirtiendo a esa religión de la que forman parte todos los aficionados a los toros, al entender toda esa liturgia que adorna a los amantes de una fiesta extraña en la que, un hombre mediante la creatividad de su arte, es capaz de jugarse la vida. En su interior, lógicamente, ella se sentía arte y parte de una fiesta de la que hasta hace muy poco tiempo atrás, desconocía prácticamente todo y que, ahora, por un bello lance del destino, estaba amando como si fuese la primera de los aficionados. Era la hora convenida y, de pronto, apareció Candela en la cafetería del hotel.

–¡Luz! –exclamó Candela–. ¿Cómo estás? ¡No sabes cómo deseaba encontrarme contigo en este momento! ¿Nos sentamos? –Por supuesto, Candela.

–Mira, amiga querida. Como te dije por teléfono, no podemos quedarnos más aquí, de hacerlo, no seremos nunca nada. Medrar en nuestro maravilloso país es una quimera imposible. Aquí está todo hecho. Los de la clase política viven como reyes y el pueblo, como nosotros somos, vivimos en la más dura penuria. No tenemos oportunidades y debemos de buscar un horizonte más despejado. Somos jóvenes y tenemos toda la vida por delante. Es ahora cuando debemos buscar el norte para nuestra vida. Será en España donde encontraremos lo que deseamos; allí, como dicen, es la tierra prometida. He sabido por ahí que miles de colombianas han organizado su vida en España. Algunas hasta se han casado y han encontrado el amor de su vida. Nosotras no podemos desfallecer. Luz, debe ser ahora o nunca, amiga mía. Si hay quienes lo han conseguido, nosotras no podemos quedarnos atrás.

–Escucha, Candela. La decisión de la que me hablas es más trascendental de lo que imaginas. No todo es tan sencillo. Debemos de meditar mucho esta idea. Parece sencillo pero debemos de pensar que, una vez en España, allí estaremos solas, no conocemos a nadie y ¿quién nos ayudará si nos vemos en problemas? No quiero desilusionarte pero creo que no nos conviene. Aquí no tendremos mucho pero tenemos el apoyo de nuestros padres y, tanto tú como yo, tenemos trabajo, con remuneración humilde, pero trabajo al fin y al cabo. Peores que nosotros los hay por cientos de miles, ¿no crees?

Meditemos, analicemos, recapacitemos, sopesemos y pongámonos en el lugar de todos cuantos se han marchado. Por cierto, para que no veas que son solo conjeturas o es un capricho mío, he recibido esta carta de Gabriela ¿la recuerdas? Se trata de aquella amiga común que hace más de cuatro años se marchó a España y, por favor, mira todo lo que me dice.

Te pido que leas esta carta con mucho detenimiento y luego decidimos. Ve leyendo. Candela, sorprendida, tomó la carta y comenzó a leer detenidamente. Tras leer la carta, Candela se abrazó a Luz y, llorando amargamente, no podía articular palabra. Luz creía que, al respecto del viaje, la decisión ya estaba tomada. Candela seguía llorando. No encontraba remedio para sus penas. Y posiblemente, se deba a que tras leer dicha carta se le habían acabado todas sus ilusiones.

Pla Ventura