Sin pretenderlo, Ramiro Carmona Carrasco, el empresario taurino, le dio a Rodolfo Martín la inyección de ánimo que jamás hubiera soñado y que, además, en realidad necesitaba. ‘El Mago’ ya se sentía acabado para el desarrollo de su profesión; se sentía como un muñeco roto por la causa del alcohol, circunstancia que le obligó a internarse, allá en México, en una clínica de desintoxicación. En los últimos tiempos, antes del accidente, sólo había tenido el verdadero reconocimiento y consuelo de parte de Luis Arango, que tan atento estuvo con él, cuando aquél viajó para torear en la Monumental Plaza de México, convocado por Nacho Sanz, gerente de ese importantísimo coso taurino.

Por su cabeza comenzaron a pasar, inevitable y espontáneamente secuencias de la faena magistral que el mexicano era capaz de soñar, y por ende, si la podía soñar, era la que se sentía capaz de realizar. Este hecho motivaba al máximo al veterano y dotado para el arte, torero de Apizaco. Por el solo hecho de soñar ya se sentía mejor y, anímicamente, por momentos, era otra persona. Razonaba como nunca y soñaba como siempre. Médicos y enfermeros quedaban anonadados con el comportamiento de Rodolfo.

Nadie lo creía. La propia Doly Ramírez, la psicóloga, quedó estupefacta cuando encontró de nuevo al Mago. El diestro venía a demostrarle que la ilusión puede con todo; hasta vencer una enfermedad o una grave lesión con trauma psicológico, como era su caso. ‘El Mago’ ya se veía vestido de torero. Ese traje rosa y plata, su color favorito; el traje que lo inundó de gloria cuando anunció su despedida en los ruedos aquella gloriosa tarde de aquél maravilloso enero, de hace tan solo unos pocos años atrás, en la cual, en vez de despedirse, tuvo que volver para llenar los ruedos de México con su magia.

Tuvo un año intenso, lleno de éxitos, cornadas y, ante todo, sinsabores, aquella vez. Fueron muchos los que se beneficiaron con su arte, mientras que él en sí, como ser humano, a ninguno de todos esos le importaba. Entonces, hastiado y aburrido, se refugió en el alcohol. Todo un drama personal del que, milagrosamente, gracias a la noble actitud de Luis Arango que hizo la acción precisa, con la palabra justa, en el momento oportuno; pudo salir. Luego, lo que estaba –a ojos de quien lo viera, sin comprender que los planes de Dios son un misterio para todos los humanos– predestinado para ser el fin de sus días en aquel aciago accidente, por una bendición del Altísimo, se le estaban dando unos bellos lances del destino a su favor.

Meditaba Rodolfo en la soledad de su habitación; pensando en silencio lo que siempre había dicho: ¡Vaya estupidez para un torero, morir dentro de un avión! ‘El Mago’ siempre decía que, un torero, de serle posible elegir su muerte, ésta tenía que ser en el ruedo, frente a las astas de un toro y, con toda seguridad, en el noble ejercicio de su arte. ¿Morir en un avión? ¡Qué muerte tan estúpida! Se repetía para sus adentros una y otra vez.

Y Dios lo escuchó al salvarlo de la muerte que él nunca hubiera deseado. «¿Podré torear en Bogotá y Cali?

–Pensaba en voz baja–.

Puesto que en este país nunca he toreado. ¡Cómo me ayude un toro en cada plaza, sabrán en Colombia quién es ‘El Mago’! ¿Estaré en condiciones de hacer el paseíllo dentro de dos meses como me dijo el empresario? ¡Sí, barrunto que sí! Me veo más delgado. Mejor, así me quedará mejor el vestido. ¿Habrá trajes de alquiler o tendré que comprarlo? Si me lo hacen a medida mucho mejor; es difícil que alguien tenga en Colombia una figura como la mía. Y podré confirmar mi alternativa en Bogotá, en la plaza de toros La Santa María, ese coso bellísimo que no conozco; pero que amo por todo cuanto me habló de él Luis Arango – entonces, una sombra de profunda tristeza le inundó nuevamente los ojos al recordar sus charlas con Luis. Sacudió la cabeza lleno de pena y dolor pero siguió soñando; la vida en él, siempre fue muy fuerte y ésta, incontrolable, pujaba por manifestarse–.

Deseo que pase pronto este tiempo. Ya me veo vestido de luces y con el puro cubano en la boca, antes del paseíllo». Ilusiones por doquier son las que albergaban el cuerpo y el alma del diestro que, ante esta vicisitud de hechos lamentables y fortuitos y la real oportunidad de poder volver a torear; se sentía otra vez como lo que en realidad era: un hombre–niño recién nacido para la vida. Ya caminaba sólo con la ayuda de una muleta y el resto de sus heridas ya casi habían cicatrizado. Le preocupaba que, cuando se pusiera la montera, ésta pudiera hacerle daño en la cicatriz de la cabeza; pero no le importaba demasiado esto, podía más su ilusión que cualquier problema físico.

Aparte, ante todo lo vivido, esto era una nimiedad sin demasiado sentido. Dos milagros habían ocurrido en su vida en muy pocos días; el primero, salvar la vida cuando todos, excepto esa mujer, Lucía Ostos y él, habían muerto en el fatal accidente; y el segundo milagro, también muy importante y revitalizante para él, era esta nueva oportunidad que le habían ofrecido de volver a torear. «¡Esto último sí que es un milagro!», pensaba sarcásticamente. Y que Dios estaba a su lado, era patente. ‘El Mago’ siempre había sido un hombre muy religioso y creyente, y en los momentos difíciles siempre se había aferrado a Dios.

Y, cuando ya todo parecía perdido, Dios siempre le envío la salvación y solución para sus problemas. ‘El Mago’ nunca fue de quedarse de brazos cruzados esperando que le lloviera agua bendita del Cielo, sino que siempre actuó movido por su enorme fe y con la convicción de que Dios ayuda a quien se ayuda. Y a veces, también es cierto que perdió el camino. De todas maneras estaba visto que lo sabía volver a encontrar, aun cuando le tocó lidiar a toros bien fieros en su vida, de esos ilidiables que no quieren encontrarse de frente ni siquiera los toreros más diestros.

Pero, aun así, hizo con su vida lo mismo que sabía hacer en los ruedos: vencer con riesgo y arte al toro, por más fiero que fuera. Su vida nunca fue fácil, pero al menos él estaba orgulloso de que siempre fue intensa y de que él, Rodolfo Martín, nunca fue un tibio. Al día siguiente, con un ánimo que le desbordaba, decidió llamar a su madre para contarle la noticia. Doña Alicia que, si bien sabía que los toros eran la pasión que le podría devolver a su hijo el sabor de vivir la vida, pensaba para sus adentros que, los toros, para su hijo, eran sólo un vago recuerdo. Por lo tanto, se llevaría una sorpresa mayúscula cuando escuchara de labios de su hijo la noticia de su reaparición como torero en los ruedos colombianos.

–¡Mamá! ¡Soy yo! ¿Cómo estás? –preguntó Rodolfo.

–¡Hijo mío, qué dicha más grande escucharte! ¿Cuándo vendrás a casa? Tu hermana y yo estamos deseando darte un fuerte abrazo. Ya está enterado todo México de tu fortuna de sobrevivir a tan tremendo accidente. Todos los medios llaman a casa constantemente para saber de ti; pero yo les digo que no estás y, como has visto, no le he dado el teléfono a nadie. ¡Tengo infinitas ganas de abrazarte, hijito de mi alma!

La ternura brotaba en las palabras de doña Alicia ya que, para ella, Rodolfo, con casi sesenta años a sus espaldas, era su niñito querido. Cualquier ser humano, por grande que sea, para su madre siempre será su niño pequeño, y Rodolfo no podía ser una excepción.

–¡Ahora se acuerdan esos gachupines de mí! Cuando estaba rehabilitándome del alcohol en la clínica, no llamó nadie –le decía Rodolfo a su madre–. Soy noticia por una tremenda desdicha, mamá; eso no me hace feliz, ¿sabes? Ahora triunfará el morbo respecto a mi persona. ¿Por qué me salvé?, ¿qué hice?, ¿cómo me escapé? Mil preguntas que me fastidian muchísimo. Seguro que nadie me preguntará cuándo reaparezco como torero, y esta es la cuestión por la que te llamo mamá, aparte de la de querer escuchar tu dulce voz, porque te extraño viejita mía, porque tú eres la única mujer en mi vida que me quiere así, como soy. Me han propuesto reaparecer y torear en Bogotá y en Cali, ¿qué te parece esto que te cuento, madre querida?

–¡Maravilloso, hijo mío! ¡Tú mereces todo esto y mucho más porque eres una buena persona! No te digo que eres buen torero porque te pones vanidoso; pero como ser humano, no hay otro entre las personas que conozco –y por ti, sabes que conozco a mucha gente– que sea tan bueno como tú. Soy tu madre y, pese a eso, hablo con objetividad. Sé lo que digo. En ese albergue de los pobres de la calle Insurgentes donde tantas veces ayudaste, ellos a diario me preguntan por ti. ¡Esos son los nuestros, hijo mío! ¡Esos son nuestra gente! ¿Y quién es el bienhechor que te proporciona esa felicidad tan grande de poder torear?

–Vino a veme el empresario de las plazas que te he dicho, y hemos quedado en que, cuando me reponga, haré el paseíllo en dichas plazas. Estoy emocionado, mamá. Ante todo, recuerda que estoy mejor; hasta la chica que se salvó conmigo ya está mucho mejor. Ella tiene para mucho tiempo más porque sus lesiones eran terribles, pero salvó su vida que es lo importante. Quiero que estés feliz, mamá; creo que merecía la pena que te llamara para hacerte partícipe de mi gran alegría, dentro esta gran pena que me atraviesa por todo lo que ha pasado, y que tan fácil no me abandonará. Me queda también el dolor de no poder abrazarte pronto, pero ha tenido que ser en Colombia donde colmen todos mis sueños y los hagan realidad. En breve, te seguiré contando. Te quiero, mamá.

Pla Ventura