Las lágrimas de Arango tenían un sentido especial; diríamos que único y, una vez más, el diestro demostraba que, si se puede llorar de felicidad, este era el caso del torero vallecaucano. La persona que estaba sentada junto a su amadita no era otra que doña María Restrepo, la madre del diestro. Sus ojos no daban crédito a quien veían y, en aquellos momentos, él estaba siendo ovacionado mientras daba la vuelta al ruedo por lo tanto, no podía hablar ni preguntar, sólo estaba permitido sentir y seguir caminando.

Arango era vitoreado, aclamado como nunca por el público capitalino, pero él quería terminar ya con este éxtasis de su éxito. Deseaba que se acabara cuanto antes aquella apoteósica vuelta al ruedo porque en su corazón no cabía otra cosa que, tras el recorrido por el anillo de arena, gozar de la libertad de ir corriendo por el callejón hasta la altura del tendido cinco para abrazar a su madrecita. Por fin, tras acabar el recorrido y recibir en el centro de la plaza una sonora ovación, Arango pudo retirarse entre barreras. Corrió deprisa hacia donde estaba ubicada su madre.

–¡Mamá! –Exclamó Luis–. ¿Por qué has venido? ¿Cómo no me lo dijiste? ¿Quién te ha traído?

Todas las preguntas habidas y por haber llegaron a los labios del torero que, sorprendido como nunca, no daba crédito a lo que estaba viendo.

–He cometido esta locura, hijo mío –dijo su madre–, porque, como sabes, jamás he venido a verte a una plaza de toros; es más, cuando Luz me lo propuso, se me hizo un nudo en la garganta. De sólo pensarlo creía que se me partiría el corazón pero, era tanta la ilusión de ella para que yo viniera que, ya viste, en secreto te hemos dado esta sorpresa; que se la debes a ella que se encargó de todo. ¡Que se acabe pronto el festejo, hijo mío!

En realidad, no sé si podré soportar la emoción que estoy viviendo. Parece sencillo pero no lo es, un hijo de mis entrañas se está jugando la vida y se necesita tanto valor como el que tú tienes para soportar esta presión. Estoy rezando para que salgas ileso; tengo latente aún el recuerdo de la tarde de tu cornada en Cali y muero de tan solo pensarlo y eso que yo no fui espectadora directa de aquella horrible desgracia.

–No sufras, mamá; todo saldrá bien. Dios está conmigo.

No quedaba más tiempo para seguir hablando con su madre porque el diestro era requerido para estar atento a cuanto ocurría en la lidia de los toros de sus compañeros. Arango besó las manos de su madrecita, al tiempo que le mandaba un beso a Luz. Ambas, por amor, se habían compinchado para ser espectadoras en la tarde más trascendental del diestro colombiano.

–¿Está usted contenta? –preguntaba Luz a doña María Restrepo.

–Mucho, Luz, pero me puede estallar el corazón. Como sabes, es la primera vez que veo a mi hijo jugarse la vida y mi emoción es inenarrable, no sé si podré soportar toda la lidia. Que yo viniera se debe solo a ti porque eres una muchachita maravillosa que, como demuestran los hechos, haces muy feliz a mi hijo y el que hace feliz a mi hijito me hace feliz a mí. Y también estoy sufriendo mucho, querida Luz, y presiento que será la primera y última vez que venga a ver a mi hijo en el gallardo ejercicio de su profesión de torero.

–¡Tranquila, doña María, que todo saldrá bien! Ya ha visto usted que su hijo ha tenido un éxito de clamor con su primer enemigo; confiemos entonces que todo salga bien y para que dentro de un rato Luis sea llevado en andas por la puerta grande como señal inequívoca de su éxito rotundo.

Ya estaba en la lidia del segundo toro de la tarde el diestro Raúl García y, en un descuido, su enemigo lo prendió de la ingle y lo lanzó por el aire. Ya en su caída, se presagiaba una cornada fuerte. Arango fue el primero que acudió al quite, se llevó el toro al otro extremo de la plaza mientras los compañeros se llevaban a Raúl a la enfermería, a quien de su pierna le izquierda brotaba un chorro de sangre muy alarmante. Había dado Raúl los primeros lances a la verónica y un simple descuido bastó para que el toro lo empitonara por la ingle.

La sensación que había en la plaza era que el toro había desgarrado la femoral al diestro. En la barrera se podía observar a doña María Restrepo que, tapándose los ojos, lloraba como si de su hijo se tratase. Luz trataba de consolarla.

–No se preocupe, le decía la chica. Es lamentable que haya caído herido el torero mexicano pero su hijo, señora, está bien; es más, ha sido él quien ayudó a quitarle el toro de encima al diestro herido. Esta profesión es así, hoy le toca a uno y mañana a otro, fíjese que su hijo cayó gravemente herido en Cali y ahí lo tenemos, lleno de gloria y de triunfos. Los cirujanos taurinos hacen milagros, doña María.

Mientras, en el ruedo, era el siguiente espada, Rubén Amor, el que tenía que darle muerte al toro que había corneado al diestro mexicano Raúl García. Al margen de la cogida, ciertamente, el toro no era apto para la lidia, tenía instintos asesinos y no tenía nobleza alguna en sus embestidas razón por la cual, tras una faena de aliño, Rubén montó la espada y finiquitó a la bestia clavando a fondo y limpiamente el estoque.

La plaza estaba consternada, la sangre con la que inundó el ruedo bogotano el diestro Raúl García habían dejado a los aficionados muy tristes; primero por la sensación de la cogida y, en segundo lugar, porque se esperaba mucho del diestro de moda mexicano. Como se demostró una vez más, sangre joven para una fiesta vieja. Ya nada es igual en el ambiente ni en el ruedo cuando cae herido un diestro, todo se torna gris y los ánimos se vienen abajo, tanto para los lidiadores como para los aficionados que, con el corazón consternado, apenas reaccionan por todo cuanto en el ruedo acontece.

En tales circunstancias, ni los diestros conectan con los tendidos ni los aficionados se sienten receptivos. Todo se torna insulso y muy triste. Como sabemos, en los toros se suele dar el fatídico suceso de que la sangre que nadie quiere, en ocasiones, se hace presente para aciago del arte que, en tales circunstancias, se toma licencia. Lo que había comenzado como un rotundo éxito de Arango, en breves momentos, se había tornado oscuro y amargo. Todo se venía abajo.

Rubén Amor mató cuatro toros por la cogida de García y quedaba el último toro de la tarde que le correspondía a Luis Arango. Estaba a punto de salir por toriles y, en el callejón, el apoderado le dijo al diestro:

–Abrevia, ya has triunfado a lo grande y la tarde no está para florituras.

Arango estaba consternado como todos los demás compañeros y público en general. La cornada de Raúl era grande, muy grande; todavía daba la impresión que su sangre se derramaba por la arena. El reguero de ésta ahí había quedado, recordando lo acontecido. Pese a esto, el diestro se plantó mirando fijamente hacia la puerta de toriles, se ciñó la montera a la altura de sus cejas y se dispuso a esperar la salida de su enemigo con atención. Él sabía del gran esfuerzo que tenía que hacer. Tenía que sobreponerse a la adversidad de la que había sido testigo y, si bien es cierto que lo acaecido le dejaba un poco la puerta abierta para salvaguardase más de lo debido algo que nadie le recriminaría, pudo más su raigambre de torero que todo lo que había ocurrido. Ahora o nunca, se decía para sí mismo.

Si tengo que morir, que sea lleno de gloria, pensaba en su interior, esta no es una profesión de cobardes. Luis estaba dispuesto a todo. Ya había saltado a la arena el último toro de la tarde, el segundo del diestro colombiano, y cuando éste se dirigía a su jurisdicción, de pronto, los servicios de megafonía de la plaza pidieron un momento de atención. Arango se retiró al callejón y se quedó solo el toro en la arena.

–¡Señores espectadores –se escuchó solemne por el altavoz–, se ha detenido la lidia del último toro de la tarde porque tenemos que darles una lamentable noticia! El tono de la voz del anunciador ya presagiaba lo que se venía, aunque siempre queda la esperanza.

Pla Ventura