Hacía cerca de 35 años que no fallaba en San Isidro. Desde finales de la década de los 80 presencié festejos de manera ininterrumpida en esa plaza, incluso en algunas ediciones fue testigo, sentado en la piedra berroqueña, de un alto número de festejos; hasta el 2002-2003, un binomio en el que apenas escribía de toros y estaba dedicado a otras responsabilidades periodísticas era habitual la presencia en Las Ventas durante los días de descanso, o atraído por algún cartel de interés.
Tuvo que ser el 2023 cuando llegó el impedimento de viajar a Madrid en las tardes de mayo. Aunque eso sí, a lo que no fallé desde las 19 horas, era a seguir las retransmisiones a través de la nueva plataforma Mundotoro, en el que por cierto me alegra mucho ver el brillantísimo trabajo de Víctor Soria y la frescura que aporta.
Hoy, en este lunes de Pentecostés, vísperas de Corpus, con San Isidro que acaba de bajar el telón, es una particular jornada de reflexión que deja muchas conclusiones e infinidad de matices. El primero es que la idiosincrasia de Madrid nada tiene que ver con la plaza que fue hace tres décadas. Aquella afición, exigente y entendida, ha dado paso a un público bullanguero y triunfalista que, gintonic en mano, solamente se enfada para acordarse de la madre del presidente si no concede orejas en el escenario del triunfalismo adueñado de la Fiesta.
Todo lo demás lo desconocen, ejemplo de la lidia, porque ahora solo gustan los pases bonitos y eso es algo muy distinto a torear. Nada que ver cuando las orejas eran de verdad y las puertas grandes de ley. Por cierto, con el actual palco de Madrid, tan descafeinado, ¿cuántas puertas grandes sumaría ahora un torero como Julio Robles? Da pena que aquel Madrid se haya acabado, con abundancia de aficionados hablando de toros desde por la mañana en las abarrotadas tabernas; en las antípodas de la actualidad cuando cada festejo es más un acontecimiento social que realmente debe ser lo que siempre fue la identidad de esa plaza, la cátedra del toreo. Hoy ya no quedan casi aficionados, otra cosa es ser seguidor de un torero –que después al retirarse o lo dejan de contratar se marchan sus jaleadores-, o quienes acuden a una corrida por esnobismo detrás de determinado espada. Ser aficionado es otra cosa y el mejor es al que más toreros le entran en la cabeza.
Madrid, en el San Isidro que ya ha expirado, ha visto lidiar en su ruedo numerosos toros con la bolita, y se han encarecido brutalmente las entradas quitándole otra de las señas a esa plaza. Con las nuevas políticas imperantes desde esta edición, al aficionado de provincias le arrojan un montón de cristales e infinidad de obstáculos, al igual que intentan reventar a quien de verdad exige. Porque ir a los toros a Madrid desde Ávila, Toledo, Segovia, Salamanca, Guadalajara… ya se ha convertido en un artículo de lujo, en algo prohibitivo para la mayoría de los bolsillos.
Sin embargo aún queda un rescoldo para le esperanza, porque no podemos olvidar que muchos días hemos visto pancartas denunciando las escandalosas subidas de los precios y el toro de las figuras; pero lo más triste la deriva del público, con infinidad de ejemplos que evidencian la caída del prestigio de Las Ventas; uno de ellos la inmensa ovación que dieron al picador Agustín Romero por ¡no picar! en la corrida El Torero.
Con un pobre apartado artístico, para la emoción y el recuerdo, siempre queda una magnífica corrida de Santiago Domecq –por momentos me recordó a una de Baltasar Ibán, bravísima, lidiada en Salamanca en 1992 por Manuel Caballero, Miguel Abellán y Jesulín-. Me encantó la torería y el sabor añejo de Uceda Leal, un torerazo que bebe de las fuentes más puras del toreo. Me emocionó la corrida de Victorino Martín con varios toros de bandera y en ella a un Paco Ureña que se jugó la vida de verdad, el emotivo brindis de Emilio de Justo a Álvaro de la Calle, que salió del corazón del torerazo de Torrejoncillo. Y por cierto, Emilio de Justo, que está haciendo un esfuerzo sobrehumano cada día que se viste de luces, sigue siendo una apuesta firme en la Fiesta actual y necesita su tiempo para volver a reverdecer sus laureles, son indignos quienes pretenden zancadillear sus pasos.
Poco más, solamente que desde hace varios años venimos denunciado que lo peor que ha podido pasar a Madrid es dejarla en manos de Simón Casas, el cascabelero y vendehúmos francés a cuyo timón la plaza ha perdido su rigor para abonarse al triunfalismo y al toro comercial (y ojo, dentro de nada el afeitado descarado será algo habitual en Las Ventas, ¡al tiempo!). Simón Casas es el gran cáncer de Las Ventas, además de quien con él labora, Rafael Garrido, responsable de una gestión que ha abocado el histórico prestigio y la seriedad de esa plaza a los infiernos.
Paco Cañamero
En la foto de Andrew Moore vemos uno de los bellos toros de Victorino Martin.