Como el mundo sabe, la profesión de torero es algo casi inalcanzable puesto que tiene más tintes de milagro que de valía propia que, pese a todo, hay que tenerla. Es decir, teniendo todos los atributos necesarios para triunfar en la profesión, todo ello apenas es nada si los demás no quieren. Imagino que debe ser durísimo aquello de mendigar, suplicar, arrodillarte para que te ofrezcan la posibilidad de mostrar tu arte y, nadie te hace caso, ejemplos los tenemos por doquier.

Si teniendo todas las condiciones del mundo hay que vivir permanentemente arrodillado, imaginemos los que están en el mundillo porque dicen que valen porque tienen valor para matar toros. Cuidado, es muy loable que un hombre –o una mujer- tenga arrestos suficientes para jugarse la vida frente a un toro. Siempre será de asombrar la decisión de esos seres valientes a los que siempre admiraremos.

Claro que, otra cosa muy distinta es triunfar en la profesión y ser figura del toreo; el milagro está servido como siempre digo o, en su defecto, que les caigas bien a los empresarios, caso de Aguado y Ortega y de repente te incluyan en todos los carteles que, ambos chavales, en honor a la verdad, hasta hace cinco minutos creían que era imposible. Ha sucedido el milagro y ellos son los afortunados pero, ¿qué pasa con los casi quinientos matadores de toros que tenemos en el mundo?

Por esta razón decía que, Toñete es el ejemplo de la lógica más aplastante cuando decidió colgar el traje de luces porque, alguien se lo hizo saber o quizás él mismo lo entendió, porque es un chaval inteligente, comprendió que Dios no le había llamado por ese mundo. Siempre dirá que ha sido matador de toros, ese título honroso nadie se lo arrebatará porque se lo ganó jugándose la vida. Pero justamente Toñete, vástago de una familia admirable de Madrid, acaudalado como pocos, aquello de jugarse la vida a sabiendas de que sus resultados serían nulos, en definitiva era una locura sin paliativos. Precisamente Toñete, heredero directo de unos de los grandes empresarios hoteleros de España, aquello de tener que vestirse en pocilgas de mala muerte por esos pueblos de Dios, vamos, que me parecía un dislate en toda regla.

Y no es que ese hecho deshonre a nadie, por supuesto que no; los toreros cuando van a los pueblos ya saben que allí no está el Ritz para vestirse, existe lo que hay y aquí paz y allá gloria. Pero que Toñete sufriera esas penurias teniéndolo todo, me parecía una actitud temeraria de su parte; no porque el chico sea rico de cuna que, en definitiva, es una bendición que le ha dado Dios, sino porque tanto él como todos sabíamos que nunca sería figura del toreo.

Si el noventa por ciento de los toreros emularan a Toñete nos ahorraríamos muchos disgustos; vamos que, el primer valiente que te encuentras en el camino, porque ha matado un toro, ya cree tener licencia para emular a Paco Camino. Son muchos los llamados como dije, pero muy pocos los elegidos.

Hace pocas fechas vi torear por segunda vez en mi vida a Alfonso Cadaval y sufrí horrores. Sí, porque todavía me sigo preguntando por qué, un chaval como él, además de sus estudios, pudiendo ser el administrador de la carrera de su padre, con ello tendría el pan más que asegurado porque, como le ocurriera a Toñete, a Cadaval tampoco lo ha llamado el Altísimo por los senderos del toreo. Pero ahí siguen empecinados muchos de los que lo intentan a sabiendas de que el éxito no les llegará jamás.

Es cierto que, algunos mediocres han logrado llegar a la cima pero, como antes decía, porque otros han querido. ¿Cuántos toreros artistas se han muerto de hambre porque nadie les daba un contrato? Muchísimos, más de los que nadie imagina. Siendo así, imaginemos el futuro de los que no están tocados por la varita mágica del arte. Desdicha al más alto nivel.

Un torero vulgar como pocos, llamado Juan José Padilla tocó el cielo con sus manos en calidad de matador de toros; un hombre que estuvo muchos años batallando con las corridas durísimas que, en realidad, era lo único que tenía porque el sello de artista se le olvidó en su casa. Pero, paradojas del destino, llegó aquella tarde criminal en Zaragoza en que un toro le arrancó de cuajo un ojo y, Padilla, con una fuerza desmedida, se recuperó y, aquí viene ahora lo grande de la cuestión.

Sin que nadie supiera las razones, los empresarios le pusieron el entorchado de figura y hasta que se retiró estuvo matando los toros a modo y, con la gorra lo hacía el hombre; acostumbrado a las batallas más horrendas, aquello de matar toros junto a los señoritos del toreo le vino como anillo al dedo; vamos que, con un solo ojo triunfó donde quiso y como quiso. Hasta él ha sido tan elocuente que le ha dado gracias al destino que, pese a la pérdida de su globo ocular pudo torear las corridas que siempre había soñado.

Casos como el de Padilla no se repetirán jamás; y no se dará nunca porque el caso de este torero tuvo unas connotaciones muy especiales que dudo se vuelvan a repetir. Es cierto que, toreros como López Simón, Esaú Fernández, Román, Fortes, Ginés Marín, Álvaro Lorenzo, toreros de enorme oficio y con aptitudes adecuadas para lidiar un toro pero, lo que llega al tendido no es precisamente el oficio de un torero si no lo que no se ve, y así una larga lista interminable que podrán ser comparsas del medio, es decir, acompañantes de los que otros quieran pero, lo que se dice llegar a la meta, como no ocurra el milagro de que los empresarios quieran, como sucediera con Padilla que,  de repente les pusieran en todas las ferias pero, la incógnita será de por vida para tantísimos hombres ilusionados que, por no querer reconocer su error quemarán su juventud sin el logro soñado.